El 3 de marzo de 1976 estaba la ciudad en la que vivía entonces, Vitoria-Gasteiz, en huelga obrera ya desde hacía varios meses. Con miedo y con asambleas todas ilegales, sin derechos, que se celebraban de tapadillo en las iglesias, en cualquier otro lado. El país vivía aún el mismo franquismo aunque el dictador hubiera muerto unos meses antes. Era también miércoles de ceniza, o eso creo recordar porque la memoria es frágil en los detalles, pero sé que esa mañana acompañamos a mi madre al cementerio aprovechando que se habían cerrado los centros educativos. La ciudad estaba rara y tensa, aunque oficialmente no pasaba nada. Pero en aquellos tiempos se podían escuchar las comunicaciones de los grises si ajustabas la FM al final del dial: conversaciones en clave, Charlie, Jota 1... pero muy claras en sus consignas ordenando dar leña. Los policías vestían todavía de gris (el país era todavía gris, sigo teniendo los recuerdos de aquellos años como en blanco y negro, como la tele entonces) y acojonaban, claro.

Dos años después Martín Villa, también responsable de la matanza de obreros en la iglesia de San Francisco en el barrio de Zaramaga, promovió la ley que los puso de marrón, aunque no cambió tanto la cosa porque todo seguía igual cuando aparecían las lecheras, esas furgonetas que se abrían para que salieran los policías porra en mano. Hace 48 años ya, aunque los archivos siguen sin abrirse, ni ha habido justicia ni reparación con quienes fueron asesinados, Pedro Martínez, Francisco Aznar, Romualdo Barroso, José Castillo y Bienvenido Pereda. Ni el reconocimiento de ese ataque brutal contra la lucha obrera en tantos lugares del país que, sumiso, bajó la cabeza buscando una salida triste hacia la democracia. No me extraña que cada año se vivan estos días del aniversario de la matanza con tensión, con rabia.