Llega el momento Sánchez. Tiempo para el más difícil todavía. Lo imposible puede hacerse realidad en medio de semejante volatidad. Fracasado Feijóo en su bucle derechista, todo queda en manos del sagaz candidato socialista. El mismo candidato que un día fue capaz de reclamar todo el peso de la ley sobre las maldades de Carles Puidemont y que apenas unas semanas después, simplemente porque le conviene seguir en el poder, se compadece y asegura que el ‘procès’ nunca debió ser judicializado, porque solo se trataba de una sencilla aspiración ideológica. Un prestidigitador sin escrúpulos que ahora acepta la amnistía como remedio para la convivencia en Catalunya aunque en 2017 rechazó la petición personal del lehendakari Urkullu de evitar el 155, pero que luego acabó aplicando al igual que el PP.

Comprobada tan alarmante debilidad del PSOE, el independentismo catalán aprieta al límite las tuercas de sus exigencias. Se siente poderoso por determinante. Por eso, la amnistía ya no sacia sus apetencias y solo se ha asistido al primer amago de negociación. Desde ayer, a pesar de que se odian con un recelo permanente en cada una de sus estrategias, ERC y Junts ha hecho causa común en el Parlament para conminar a Sánchez hacia el callejón sin salida de la autodeterminación. Como si estuvieran imaginándose otro 1-O, que enerva al patriotismo español y hiela de paso algunas conciencias socialistas que siguen con la boca cerrada para asegurar el puesto.

Jamás dispondrá el soberanismo catalanista de otra oportunidad más ventajista. Es esta una poderosa razón para descartar de plano la repetición electoral por la que, sin duda, suspira toda la derecha, en especial el PP. La derecha detecta un progresivo clima de animadversión y de encono hacia la cesión más que probable de Sánchez a las reivindicaciones de Waterloo. Sirva de muestra la intercesión nada ingenua de Esperanza Aguirre para que el sacrificio de siete diputados populares evite a los socialistas la dependencia de Puigdemont en la investidura de su líder intocable. Es algo más que un rumor. En el seno del PP también se ha escuchado la misma melodía. No tiene recorrido. Feijóo quiere seguir desnudando a Sánchez ante la “deslealtad” de la amnistía. Volvió a afeárselo ayer, en el Congreso, incitándole a que abriera la boca sobre sus planes para el abrazo con los ideólogos del ‘procès’. Pinchó en hueso. Le volvió a contraatacar el marrullero Óscar Puente y así quedó desviado el auténtico foco de atención. Tampoco el líder del PP se rasgó las vestiduras por este nuevo desprecio. En su balance personal sabe que ha dejado abonado de tal modo el terreno para sus futuros intereses que cruzó la Carrera de San Jerónimo convencido, bajo el clamor de los suyos, de que había merecido la pena el trance más allá de su pronosticado revés.

Por contra, bien sabe Puigdemont que juega con fuego. Su rechazo a conformar una mayoría progresista que facilite un gobierno de izquierdas antes de un mes le colocaría en una temeraria posición. Entonces, no podría garantizar la preponderancia de su actual condición y mucho menos garantizar la levedad de su proceso judicial. Sánchez juega con esa carta. Incluso, en la tesitura de que una repetición electoral justificada por la imposibilidad de aceptar las exigencias anticonstitucionales de Junts le devolvería a la casilla de patriota, ahora absolutamente perdida. Una muesca más para imaginar su investidura, paradójicamente después de recibir el encargo del Rey, a quien le dirá que cuenta con el apoyo de partidos que basan su existencia en la independencia, en el ninguneo de España y el fervor republicano.

Un caldo de cultivo propicio para una asfixiante tensión, permanente por cada poro de cualquier esquina. Le ocurre al combativo Óscar Puente cuando un viajero le increpa sin miramientos en el AVE a propósito de la conversión socialista hacia Puigdemont. Otro tanto al impulsivo concejal Daniel Viondi cuando se le va la mano a la cara del aturdido alcalde Almeida. Demasiada adrenalina acumulada bajo una presión agobiante que puede conducir fácilmente a la irracionalidad. Las pruebas se irán sucediendo sin demasiado esfuerzo. Se avecina una tormentosa avalancha de desafíos dialécticos, amenazas descaradas, demasiada incongruencia, una visceralidad desbordante para dinamitar cualquier mínimo intento generoso de racionalidad. Solo queda que alguna determinación judicial prenda la mecha y así explosionar el escenario político. Y no es descartable.