Fue a principios de los ochenta. ¡Mi primera campaña electoral, Chispas! Por entonces el marketing estaba todavía en mantillas y los partidos no debían de tener muy claro su target, porque no era raro que a la puerta de los colegios aparecieran tipos que regalaban pegatinas con propaganda política; eso o que jugaban con visión de futuro. Los niños pegábamos aquellas pegatinas en nuestras carpetas sin ningún criterio, unas junto a otras o junto a un cromo de Mazinger Z o al dibujo del monstruo de Iron Maiden. El PSOE regalaba una con forma de triángulo en la que se leía “OTAN de entrada, no”. Era una buena tarjeta de presentación. Había quienes repartían pegatas con ikurriñas; y otros unas redondas con un fondo rojo sobre el que estaba impreso el escudo de Navarra con la laureada de San Fernando.

Algunos niños llamaban a la laureada la lechuga y la recortaban con unas tijeras. A veces también nos daban mecheros, con los logos de los partidos, que rascábamos con la uña. Los de UCD se borraban fácil, con dos o tres pasadas sus siglas desaparecían, o daba esa impresión, porque en realidad luego siempre quedaban manchas de tinta incrustadas, recalcitrantes, imposibles de sacar. Los mecheros venían muy bien para encender los Fortuna con plomo que nos vendían sueltos en los quioscos de chuches. Y para otras cosas, que luego diré. Fumábamos escondidos en un recoveco de la muralla, donde teníamos la cabaña y donde guardábamos revistas con las páginas acartonadas −la Lib, Interviú, El Papus− o las botellas de sifón o de cerveza que mangábamos de los camiones de reparto. Aquellos botines y aquellas cabañas no solían durarnos mucho, porque a veces cuando llegábamos nos encontrábamos a algún yonki pálido, tirado entre los matorrales con una jeringuilla colgando del brazo, y entonces salíamos corriendo como si se nos hubiera aparecido un muerto viviente. Un día, sobre nuestras cabezas, vimos una avioneta que recorría el cielo dejando tras de sí el raca-raca de un motor constipado. Parecía que fuera a caer en picado en cualquier momento, pero en realidad debía de tratarse de una maniobra para llamar la atención, porque de la cabina del piloto en lugar de arrojarse este en paracaídas, se desprendía una lluvia de octavillas, en busca de las cuales nos precipitamos ansiosos. Recogimos cientos de aquellas octavillas, y también otras de otros partidos, que repartían coches con altavoces y globos.

Después, con aquel cargamento, volvimos a nuestro nuevo escondite en la muralla, apilamos toda la publicidad electoral, y con alguno de los mecheros que nos habían regalado a la puerta del colegio, le prendimos fuego. Por último, nos quedamos allí durante un buen rato viendo cómo las octavillas, y las promesas que en ellas hacían los partidos, ardían y se elevaban al cielo, convertidas solo en un hilo de humo negro, que el viento arrastraba y hacía desaparecer, dejando como único rastro un tufo a chamusquina.

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