UN cristiano diría que es una obligación moral: “Ganarás el pan con el sudor de tu frente” (Génesis 3:19). Un descreído apostillaría, por el contrario, que se trata de una maldición divina: trabajar para poder vivir. Un clásico opinaría que el trabajo dignifica. Hace unas décadas se decía que mediante el trabajo podías “realizarte”. Bertrand Russell escribió hace casi un siglo en su Elogio de la ociosidad que si una tecnología lograse fabricar el doble de, por ejemplo, alfileres con el mismo esfuerzo, “en un mundo sensato, todos los implicados en la fabricación de alfileres pasarían a trabajar cuatro horas en lugar de ocho, y todo lo demás continuaría como antes”. Obviamente, el escéptico filósofo erró en su pronóstico, aunque llegase a ganar el Nobel de Literatura. Los designios del capitalismo son inescrutables. Por su parte, un cínico sentenciaría que el trabajo perjudica seriamente la salud. Ahí podríamos estar de acuerdo. Es un asunto muy a tener en cuenta en el aún muy incipiente debate sobre la jornada laboral de cuatro días en Euskadi. Es verdad que hay que analizarlo mucho, ver y probar todas las perspectivas que presenta, los pros y los contras y actuar con prudencia. Pero tampoco alargarlo hasta el extremo: digamos de Russell planteó a su peculiar manera la jornada de cuatro horas cuando ya entonces era de ocho horas, como ahora, y han transcurrido casi cien años... En esta nueva propuesta de currar solo cuatro días hay que ponderar –sí– muchas cosas: costes, productividad, pensiones... Una que no suele escucharse es la de calcular el coste de la no reducción de la semana laboral, sobre todo en términos de salud. Es decir, los cuantiosos costes de muertes, bajas laborales y tratamientos médicos y sanitarios, con sus consiguientes problemas de absentismo, productividad, sustituciones, incapacidades, etc., que también hay que pagar entre todos. Sin olvidar la conciliación y los problemas familiares de las largas jornadas. Quizá hasta compense también desde el punto de vista económico.