MURIÓ en su casa. Dos días antes había recibido a la nueva primera ministra con una mirada generosa y una sonrisa cálida.

Ni sabemos más sobre su enfermedad y sus últimas horas, ni tenemos por qué saberlo, dado que todo lo que exceda al hecho de su muerte, la hora aproximada y su lugar, corresponde al ámbito de lo privado. Pero lo cierto es que estuvo activa hasta dos días antes, con la cabeza y el ánimo en su sitio. No se ha alargado inútilmente la agonía, como hicieron con el gallego del palacio del Pardo, por poner un ejemplo quizá poco afortunado. No parece mala forma de irse. Es una de las maneras en que muchos desearíamos pasar ese trago nosotros mismos o que desearíamos para nuestros seres queridos.

Tienes noventaymuchos, estás en casa, dos días antes estás haciendo tus cosas en paz, sonriendo, al día siguiente te encuentras mal y al segundo día, rodeado de los tuyos, falleces en tu cama. Yo me apunto al plan.

Entre todas las condolencias recibidas destaca, por las circunstancias de todos conocidos, la de Putin. Y recuerdo la idea de “las semillas de reconciliación” que en su día trabajó entre nosotros Gernika Gogoratuz. Esas semillas son actos o detalles que suceden durante la fase dura de un conflicto o situación de violencia que, sin cambiar las cosas, dejan una pequeña impronta de humanidad en el recuerdo y que quizá llegado el momento pueda servir para facilitar acercamientos o entendimientos: son detalles que humanizan al adversario que por un momento se despoja ante nuestros ojos de su disfraz de monstruo. La Corona británica responderá con otro mensaje de agradecimiento que no cambie un ápice la firme y activa posición británica contra la agresión, pero que deje un rastro para que, cuando las negociaciones se den o la situación cambie, podamos recordar que todos somos miembros de una misma familia humana y que nos debemos respeto mutuo (basado en la justicia, por supuesto).

Si hay alguien que atiende estos días con dolor los programas desde Balmoral, Edimburgo o Londres, no serán los súbditos de la reina, apenados pero orgullosos, sino el monarca emérito de España. Le imagino lamentando que él no morirá con el cariño de sus gentes, ni con su agradecimiento, sino vergonzantemente ocultado. Pudo tenerlo todo, pero lo perdió por el camino de la forma más pueril. Si en alguna de las tantas misas que tuvo por obligación que seguir ha atendido quizá recordará el sabio Libro del Eclesiástico que en su capítulo 11 cuenta aquello que tanto me impresionaba de niño: tras una vida de trabajo y honores “un hombre dice Ya puedo descansar, ahora voy a disfrutar de mis bienes, pero él no sabe cuánto tiempo pasará hasta que muera (…) en los días buenos se olvidan los malos y, en los malos, se olvidan los buenos. Una hora de infortunio hace olvidar la dicha y las obras de un hombre se revelan al fin de su vida (…) No proclames feliz a nadie antes que llegue su fin, porque solo al final se conoce bien a un hombre”.

La reina murió mientras los distintos miembros de su familia iban llegando. No nos importa ahora quién llegó a tiempo y quién no. Resulta una historia bonita de creer que ella esperara a tenerlos a su lado para poder irse en paz. Pero me pregunto si a lo que realmente esperó la reina fue a la retirada de Boris Johnson.

Malicio que lo que a Isabel más le fastidiaría, más incluso que el hecho inevitable de morirse, sería regalarle a ese pedante redomado, mentiroso compulsivo y egocéntrico enfermizo el momento histórico de leer en nombre del país las condolencias, hacer realidad su sueño de al menos tener una foto solemne para la posteridad. Por 48 horas Boris perdió el único discurso que su pueblo le habría escuchado con un poco de respeto y queriendo creer que por una vez era sincero y capaz de hablar desde el corazón. La reina, en su última travesura, le ha privado del inmerecido premio de aparentar por unos minutos cierta dignidad. ¡Bravo por este último servicio de la reina! l