LEVO algún tiempo leyendo lo que se publica acerca del asesinato del profesor francés Samuel Paty por haber mostrado en clase una caricatura del Profeta Mahoma. La desproporción entre lo anecdótico de la ofensa y la brutalidad de la respuesta conmociona a toda Europa suscitando encendidas muestras de condolencia. Se proclama un apoyo incondicional a los ideales del laicismo y la tolerancia. En todas partes hay elocuentes lamentaciones por lo oscuro y tremebundo de la condición humana. Sin embargo, entre tanta sentida muestra de indignación, empatía y apoyo a la valerosa respuesta del presidente Emmanuel Macron -quien tiene el mérito de ser el primer gobernante francés que por fuerza de las circunstancias se toma en serio el problema-, sorprende que casi nadie haga mención de la causa principal de que estas tragedias sucedan día sí día también: el defectuoso diseño de las políticas europeas para la integración social de minorías inmigrantes. Gran Bretaña decidió apostar por un enfoque multicultural permisivo y buenista. Francia, en cambio, optó por un proceso de asimilación caracterizado por el típico burocratismo tecnocrático estatal galo. Ambos modelos fracasan en su propósito, arrastrando a todos los países que los copian. Y en España, donde no se hace absolutamente nada, los resultados son los que cabría esperar.

El terror tiene una amplia y destartalada trastienda en la que nadie quiere entrar. La radicalización no es un fenómeno que acontece como resultado de opciones individuales inspiradas por la religión o la ideología. Surge en entornos socioeconómicos en el que la precariedad laboral, la ignorancia, las barreras lingüísticas, la discriminación y otras circunstancias van haciendo que el rango de alternativas para la juventud se vaya estrechando en dirección a la salida que más conviene a clérigos radicales y apóstoles de la revolución. Y de este modo, casi todos los años se logra una cosecha de descerebrados capaces de cometer todo tipo de idioteces de gran potencial destructivo: fabricar artefactos explosivos con abono e instrucciones descargadas de Internet, robar un camión para estrellarlo contra la multitud o tomar de la cocina un cuchillo para asesinar con él a un maestro de secundaria. Lo más preocupante es la favorable acogida que estos atentados tienen en determinados círculos, como para consternación de nuestros educadores y la autoridad pública se puede constatar en redes sociales y en entrevistas hechas a alumnos de institutos que justifican el asesinato del profesor Paty.

Lo que sucede en la escena social es parecido a cuando el propietario de un local de copas muy concurrido no presta atención al diseño de sus cuartos de baño. Basta no tener en cuenta detalles que dificultan, aunque sea mínimamente, el uso de las instalaciones por los parroquianos, para que aquello se convierta en una pesadilla para el personal encargado de la limpieza después del fin de semana. En la vía pública un semáforo mal temporizado, aunque funcione bien, trastorna el tráfico de toda la ciudad, poniendo en riesgo a conductores y peatones. Mirándolo desde el punto de vista de la ingeniería social, la gente no tiene culpa de lo que sucede. Los seres humanos son criaturas de costumbres que siguen líneas de mínimo esfuerzo. Si la sociedad existe, es en gran parte para facilitarles la vida. Por consiguiente, resulta obligado que todo el mundo se esfuerce por crear entornos adecuados para que un individuo pueda desplegar su potencial sin tener que responder de posibles desviaciones delictivas o radicales en otro plano que no sea el de su propia responsabilidad y sus decisiones personales. La misión del poder público consiste en lograr que el sistema funcione, que la trastienda esté ordenada y las instalaciones sanitarias no se echen a perder.

En términos concretos, la tarea dista de ser fácil. La lucha contra el radicalismo no se limita a la redacción de proyectos de ley, sino que tiene lugar en múltiples frentes: mejor educación, una economía que funcione y pueda proporcionar empleo a los graduados de la enseñanza media, más oportunidades para la educación superior y el ascenso social, un trabajo adecuado de inteligencia por parte de las Fuerzas de Seguridad y, por supuesto, inversión en infraestructuras para los barrios más afectados por problemas de marginación y burbujas culturales. Aunque las obras de mejora sean de escasa envergadura, es importante que la gente advierta la presencia del Estado en las calles, no solo en forma de vehículos de policía, sino también con excavadoras y logotipos de la autoridad de obras públicas.

Otra de las asignaturas pendientes en el fallido proceso de integración que lleva a desórdenes radicales es la ausencia de un liderazgo político eficaz. La pandemia del covid-19 ha traído consigo una gravísima crisis de confianza pública al poner de manifiesto que unas élites en las que la ciudadanía confiaba, al final resulta que solo son buenas dirigiendo sus respectivas maquinarias electorales, pero no a la hora de hacer frente a situaciones de crisis. Si uno no es capaz de ganarse el respeto de los contribuyentes que le pagan el sueldo, ¿cómo va a hacer frente a retos históricos multidimensionales como la integración de inmigrantes en sociedades de acogida o la lucha contra el radicalismo de inspiración religiosa?

Finalmente todos los comentaristas de este trágico crimen cometido en Francia coinciden, y en esto hay que darles la razón, en la necesidad de afirmar valores característicos de la civilización occidental: racionalidad, laicismo y tolerancia. Se pierde mucho tiempo en luchas partidistas y en absurdas críticas existenciales contra el sistema. Pero apenas se dedica esfuerzo al sostenimiento del cimiento intelectual y moral que ha permitido edificar, tanto en este pequeño y emblemático núcleo geográfico del mundo moderno al que llamamos Europa como en su extensión americana al otro lado del Atlántico, de sociedades desarrolladas del bienestar y los primeros estados de derecho. Por ello, es preciso que la política haga el trabajo que le corresponde. No con tactismos baratos y de vuelo gallináceo, ni haciéndose la foto con el Papa o con Biden, sino con profesionalidad y disposición a asumir todos los riesgos que equilibran la balanza del poder. De lo contrario, los únicos que se van a beneficiar de este fallido proceso de integración son los clérigos radicales islámicos y el populismo.