LOS 86 catedráticos de Derecho Constitucional de nuestras universidades trabajan a destajo en sus clases. Sería un abuso pedirles que ejerzan como expertos observadores de la actualidad internacional. Sin embargo, harían bien en mirar a América Latina, que en el tema constitucional es hoy un hervidero de noticias. Cualquier lego ve que, mientras las revueltas populares se sofocan a sangre y fuego, las Constituciones en vigor parecen reversibles. Sirven del derecho y del revés para, según convenga, o bien alargar períodos presidenciales o bien mandar a los dirigentes incómodos a la cárcel o al exilio. A todo esto los periódicos se muestran sumamente cautelosos, informando del asunto con una asepsia escrupulosa, bien distinta de la practicada en otros casos. Algo que extraña bastante en medios proclives a escudarse con expertos. En la lejanía se mantienen, sin embargo, nuestros preclaros constitucionalistas, celosos guardianes y memoria viva de la Constitución de 1812, de la que las americanas dicen que son deudoras. Y yo me pregunto: ¿no deberían ser estos expertos de la vieja potencia colonial los ojos vigilantes de ese legado constitucional? Porque a la prensa parece claro que el tema no acaba de interesarle. Ofrecerá imágenes de los disturbios, pero está claro que prefiere sacar pecho mostrándonos el suculento negocio de las grandes corporaciones financieras y constructoras españolas o los índices de penetración del castellano por tierras norteamericanas. En definitiva, quieren hacer creer a los de casa que allí seguimos siendo una potencia.

Aun así, no todos practicamos esa fe. Pero en nuestra ingenuidad queríamos pensar que, tanto para académicos como para periodistas, lo de la legalidad constitucional y los golpes de Estado sería un buen tema. Jugoso para los primeros y apasionante para los segundos. Pero ni por esas. Aquí, se diga lo que se diga, ha calado definitivamente la doctrina Monroe, aquella de que América compete solo a los americanos. Entiéndase por tales a los estadounidenses. El caso es que tenemos mucha más historia común con todos los países americanos, incluso con abusos sin digerir ni purgar. Por tener tenemos por allí hasta infinidad de parientes. Da pena, pues, que nuestros políticos solo se decidan a cruzar el océano para ir de comparsas o como aliados ocasionales de los descendientes de las camarillas criollas. Esa condición titiritera vale también para las egregias figuras que desfilan con gran pompa y boato por aquellas tierras con motivo de tomas de posesión de autoridades y otras efemérides señaladas. La prensa rosa sigue de cerca las andanzas de esos cortejos y hace creer que aún pintamos algo. No sé qué pensará, sin embargo, el millón pasado de personas de América Latina que viven entre nosotros. Muchos saben bien por qué emigraron, saben que allí la riqueza nunca se repartió, que de esas materias primas, legítimo patrimonio de su país, siempre se han beneficiado los agentes del gobierno y las empresas estadounidenses, canadienses, chinas o suizas. No ellos desde luego. Mientras tanto aquí, admitámoslo, ese tema, que tanto angustia a nuestros convecinos americanos, interesa poco o simplemente nada. Vamos de europeos, porque de ahí es de donde nos llegan las subvenciones. Pero ¿lo somos tanto como para no volver siquiera la cabeza ante todo lo que está sucediendo en Sudamérica?

Políticos desprestigiados, por no decir ridículos -antes fue Aznar o Rivera, ayer mismo Maroto-, acuden allí para recoger el fácil aplauso de sus pupilos ultramarinos y con su descarado oportunismo marcan el tono de la política exterior española. Como la prepotencia ofende, se ha pasado a mostrar paternalismo pedagógico. Si esta es la tónica, si ni políticos ni periodistas (con honrosas excepciones) prestan demasiada atención al continente, ¿por qué deberían hacerlo los constitucionalistas? Hombre, pues porque es parte de su oficio. Discutir sobre la legitimidad de un golpe de Estado, en Bolivia por ejemplo, debería ser natural. No se les pide un dictamen vinculante sino que usen el mismo escalpelo que emplean para abrir en canal temas domésticos de mucha menor enjundia. Podrían aprender de otros países los indignados con estos temas, incluso los que tienen serias dudas, exponen públicamente su incomodidad. Para ellos se trata de discutir abiertamente los hechos, no de absolver ejecutorias.

Al grano. El pasado día 24 de noviembre publicaba un periódico inglés -The Guardian- una carta sobre la asunción irregular del poder que se ha dado en Bolivia, al amparo del ejército y la policía, a los que se ha declarado además penalmente inmunes, absolviéndolos de antemano de cualquier atropello. Firmaban la carta 850 personas, como se suele decir de reconocido prestigio. Es verdad que encabezaba la lista Noam Chomsky y eso es ya un vade retro para muchos. De cualquier modo, examiné el resto de los nombres de la lista, gente mayormente de las universidades. Los había de todas partes, desde Hawaii a Estambul; los había de todo el continente americano, muy especialmente de Estados Unidos y México; pero también los había de Australia, Londres o París. Mi instinto me hizo revisar con más atención las ausencias que las presencias. A nadie le extrañará que no hubiera chinos, ni húngaros, ni árabes. Pero claro, tampoco había letones por ejemplo. ¿Y españoles, qué? Pues poca cosa, salvando la dignidad por los pelos. Hasta donde pude ver, dos: un profesor jubilado de instituto y otro de la Universidad Jaume I de Castellón, que ni es catedrático de Derecho Constitucional.

No he sabido de ningún pronunciamiento similar en la prensa metropolitana. Solo he visto pontificar desde su mullido sitial a gente de dudoso crédito, como Vargas Llosa. En los primeros días, hubo, sí, unos expertos en Constituciones que se enzarzaron a cuenta de si aquella toma del poder fue cosa de galgos o de podencos. No parecían querer hacerse daño por tan poca cosa. De momento, nuestros expertos prefieren foros más agradecidos o seguir con sus clases magistrales. Quizá las den también en silencio. * Analista