LA violencia en Gaza del pasado lunes -víspera de que los palestinos celebraran ayer la Nakba (Catástrofe) que recuerda la partida hacia el exilio de 700.000 compatriotas en 1948- se saldó con sesenta muertos y 2.770 heridos en una sola jornada, la más sangrienta desde la entrada en Gaza del Ejército israelí en verano de 2014. Junto a ello, hay que constatar que desde el inicio de las Marchas de Retorno palestinas el 30 de marzo, la mitad de los más de 12.000 heridos -y 109 muertos- lo han sido por munición real empleada por el Tzahal. Todo ello exige de la comunidad internacional una actitud de condena mucho más enérgica que las recriminaciones y reproches diplomáticos ya mayoritariamente expresados. Si no se puede negar que las manifestaciones y protestas del lunes incluyeron actitudes violentas en el lado palestino, la desproporción de la respuesta del Ejército israelí, denunciado en otras ocasiones por utilizar francotiradores para disparar a la cabeza o las piernas de los manifestantes palestinos, es un trágico e inhumano disparate que agrava el de quien decidió inaugurar la embajada de Estados Unidos en su traslado de Tel Aviv a Jerusalén en plena víspera de la Nakba y en medio del calendario de Marchas de Retorno. Si ya la decisión de trasladar la embajada, cuestionada por 128 de los 193 países de la Asamblea General de la ONU, la tomó Trump a pesar de que sus funestas consecuencias para el conflicto palestino-israelí se podían predecir, la coincidencia de su inauguración con la Nakba solo puede programarse desde la intención de azuzar una tercera intifada -a la que el líder de Hamás, Ismael Hanniya, ya había llamado en diciembre-, quizá con el propósito de repetir, ahora que Hamás y la ANP parecen haber hallado un punto de acuerdo, el resultado de la segunda -septiembre de 2000-febrero de 2005-, que sirvió para que Israel aislara a Gaza, en lugar de promover negociaciones y acuerdos como los de Oslo (1993), hoy ignorados, que pusieron el final a la primera, iniciada en 1987, hace ya más de tres décadas. En todo caso, la irresponsabilidad y el desprecio hacia los derechos humanos en todas esas decisiones es tan enorme que se dirían hasta calculadas para evitar lo que el secretario general de la ONU, Antonio Guterres, considera aún “la única solución viable” y que cada vez se antoja más difícil: dos estados que compartan capital en Jerusalén.