LA aprobación por el pleno del Senado, con los votos de PP, PSOE y C’s, de la aplicación del artículo 155 de la Constitución, que el Gobierno español inició ya ayer, con medidas que constituyen de facto la intervención de la autonomía catalana y la pretensión de sustituir sus instituciones, y la aprobación en el Parlament, con los votos de JpSí y la CUP, de las propuestas de resolución para el desarrollo de la ley de transitoriedad jurídica y fundacional de la Repùblica de Catalunya y la apertura de un proceso constituyente sin recorrido jurídico, constatan el fracaso simultáneo de la vía unilateral del procés -que no ha sido capaz de desembocar en un proceso con garantía de sostenilibidad, reconocimiento y permanencia ni integración de sensibilidades diferentes- y del propio marco legal vigente, que no ha satisfecho las demandas de autogobierno de las sociedades de las naciones que pretende contener -más bien todo lo contrario, las ha exacerbado-, ni ha conseguido integrarlas en la pretensión uniformadora y recentralizada en que ha ido involucionando desde la aprobación de la Constitución de 1978.

LA prueba de esos fracasos es la incapacidad para el diálogo institucional y la falta de respeto que el propio Estado, a través de sus sucesivos gobiernos, ha mostrado durante todo este tiempo para con los hechos diferenciales y los derechos adquiridos que la propia Constitución reconoce y la desconfianza que ello ha producido, que se hizo evidente el jueves, cuando el president de la Generalitat, Carles Puigdemont, y el presidente del Gobierno español, Mariano Rajoy, desaprovecharon la posibilidad de reconducir la ruptura a través de la convocatoria de elecciones en Catalunya y la no aplicación del artículo 155. La absoluta falta de confianza mutua en el cumplimiento por el otro de los acuerdos que se estaban tejiendo, acabó por malograr los diversos esfuerzos de intermediación, entre ellos los del lehendakari Iñigo Urkullu y el PNV.

COMO consecuencia, se produce en Catalunya una proclamación basada en los resultados del 1-O que no oculta sus evidentes carencias tanto en cuanto al recorrido legislativo de las normas que la impulsan como en cuanto al porcentaje de representatividad que puede arrogarse (51,8% del Parlament y menos del 47% del sufragio, con 70 votos a favor, dos en blanco y 10 en contra de un total de 135) y también un cierto déficit de imagen a raíz de la no participación en el referéndum de un amplio sector de la sociedad y de la ausencia en la votación en el Parlament de las fuerzas contrarias (53 parlamentarios del PP, PSC y C’s) a la misma. Pero no deja de ser una institución legítimamente representativa de la sociedad catalana. En paralelo, se produce la aprobación en el Senado, por una mayoría que sin embargo no lo es en Catalunya, de la aplicación del artículo 155 y de medidas de más que dudosa constitucionalidad que constituyen la intervención del autogobierno catalán, incluyendo el cese del president Puigdemont y su Govern y la suspensión del Parlament. Medidas que no propician el clima de normalización social y política que requiere la convocatoria de elecciones en apenas ocho semanas por más que el paso por las urnas fuera la única posibilidad -contemplada por todos, bien en su formato constituyente, bien en la fórmula impuesta por Rajoy- de reconducir el estado de cosas hacia el necesario contraste con la voluntad real y constatable de la sociedad catalana.

ELLO lleva a Catalunya a una situación compleja, casi revolucionaria, aunque no sostenible en materia de autogobierno y soberanía, en la que van convivir confrontados en las próximas semanas dos voluntades de poder: por una parte, el que se pretende sostener con el respaldo de una parte de la ciudadanía en la calle y, por otra, el que se impone desde el Gobierno español con la intervención de las instituciones catalanas. Una confrontación que, sin embargo, aún merece la pena reconducir evitando profundizar en la dinámica de acción-reacción, que proyecta un horizonte muy oscuro.