PRETENDER adelantar el efecto de la presidencia de Donald Trump en la política estadounidense de los próximos cuatro años y, por tanto, en las relaciones internacionales y la economía mundial en base al demagógico y pobre discurso que pronunció ayer tras jurar el cargo ante el presidente del Tribunal Supremo de Estados Unidos, John Roberts, es más temeridad que atrevimiento. Basta releer hoy el que pronunció Barack Obama aquel otro 20 de enero de 2009 para comprobar las dificultades que implica convertir palabras en realidades. Y no se trata de que el sistema de poderes y contrapoderes -el check & balance- que opera en Washington vaya a limitar las enormes capacidades del ya presidente Trump, pese a que la escasa aceptación popular de éste, la más baja de la historia en un presidente electo, permite augurar cambios en la mayoría, hoy republicana, de la Cámara de Representantes en las legislativas de noviembre de 2018. Tampoco siquiera de la composición de su gabinete, tan atípico y mayoritariamente inexperto en la gestión pública como el propio presidente y al que apenas se le podría dar un calificativo común, el de ultraconservador. Se trata de la propia personalidad impredecible e histriónica de Trump, que permite intuir una enorme volubilidad tras ese Make America great again que toma prestado de Ronald Reagan (1980) y su reconversión en el America first que ya usaron los pseudofascistas estadounidenses que en 1940 abogaban por no entrar en guerra contra la Alemania de Hitler. Posiblemente, en este inicio de su mandato, Trump pretenderá dar cumplimiento siquiera parcial a alguna de sus promesas electorales -en el control de la inmigración, por ejemplo- mientras dilata otras más dificiles de conjugar, como la mejora de las infraestructuras y la reducción de impuestos, o la recuperación de la influencia global y el proteccionismo económico. En todo caso, pese a que Obama le lega un país con apenas un 5% de paro y encaminado ya a la recuperación, el verdadero éxito o fracaso de Trump no va estar en sus relaciones con la Rusia de Putin, su gestión de la lucha contra el terrorismo que promete erradicar o su vínculo con la Gran Bretaña del Brexit y con la UE, sino en su respuesta al desafío que hizo posible la sorpresa de su elección: el desencanto social por el aumento de la desigualdad en Estados Unidos y la incapacidad de la clase política para revertirlo.
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