De salud pública y convivencia
Que las estadísticas acoten la incidencia del botellón entre los jóvenes no debe llevar a minusvalorizar los problemas derivados de su práctica, que no se limitan a su afección urbana en cuanto a incomodidad o molestias
LA iniciativa del Ayuntamiento de Bilbao que analiza la realidad del botellón con el fin de encaminarla a cauces que compatibilicen el ocio con el respeto a los demás y la urbanidad ha servido, en primer lugar, para relativizar su incidencia. De hecho, confirma estadísticas anteriores que limitan a apenas un 5% de los jóvenes entre 16 y 19 años su práctica semanal; menos de la mitad de quienes en esa misma franja de edad (12,8%) afirman no haber probado el alcohol y muy lejos del 41% que no lo hacen nunca mediante esa forma de consumo callejero. Ahora bien, que las estadísticas permitan relativizar la preocupación respecto a su incidencia ni puede ni debe traducirse en una minusvaloración de los problemas derivados de la práctica del botellón, que ni mucho menos se limitan además a la afección urbana en cuanto a incomodidad o molestias. El alcohol -dando la vuelta a los datos, el 87% de los jóvenes vascos de entre 16 y 19 años lo consume- como acompañamiento de la socialización está extendido en todos los ámbitos de nuestra sociedad y todas sus franjas de edad, lo que además de provocar consecuencias de salud pública también causa inconvenientes en el marco de la convivencia. Y son ambos aspectos, la salud pública y la convivencia, los que deben ser objeto de las campañas institucionales de prevención y control, de concienciación, tanto cuando el fenómeno del botellón se da en ámbitos urbanos como cuando se produce en torno a establecimientos que, en más de un caso, promueven o facilitan su práctica. Que la ley vasca de adicciones, ya en vigor, deje esa potestad a los ayuntamientos, quienes por cercanía deben conocer mejor el alcance local del problema, no se traduce en que estos asuman un rol de veto que lleva a actitudes tan farisaicas como la prohibición impuesta en algún país al consumo en público solo si el recipiente es identificable. Muy al contrario, la labor de las instituciones, en este caso municipales, junto a la persecución de la venta irregular, debe dirigirse a proponer alternativas, no siempre sencillas de elaborar, y al fomento de la responsabilidad en el consumo y la educación sobre sus efectos. Y sólo en casos de conductas incívicas, a la identificación y sanción. Porque ampliar ese campo de actuación conlleva además el riesgo de asumir competencias y responsabilidades que, en todo caso, en una sociedad normalizada deben corresponder al ámbito de las familias.