SABRÁN disculpar la pedantería de comenzar hablando de mí mismo. Pero si les anticipo que trataré sobre la mayor pifia comunicativa de mi etapa como parlamentario europeo de Herri Batasuna seguro que el morbo hará más llevadero el trago. La cosa consistió en una entrevista a un periódico en la cual, a la pregunta del periodista sobre qué sistema político proponía para Euskadi, dije: “las libertades políticas de los países escandinavos; el modelo agrícola de los Kibbutz (cooperativas) de Israel; la conciencia nacional del pueblo albanés; y la planificación económica de la República Democrática Alemana (comunista)”. Como contesté de todos los colores, acabaron sacándome los míos: “Montero propone a la RDA como modelo para Euskadi”, impactante titular de prensa y por muchos años puñetero recordatorio por parte de mis adversarios políticos.

Lo peor, confieso, es que para entonces (1989), por mis viajes y lecturas ya conocía algo de la experiencia del pomposamente llamado “primer estado de obreros y campesinos sobre suelo alemán”. Había tenido ocasión de leer los análisis del Centro de Estudios para Europa Oriental del St. Anthony’s College de Oxford, dirigido por Ralf Dahrendorf, lo mejor de lo mejor en asuntos de Europa del Este, y había visitado la propia RDA, tanto privadamente como en mi condición de miembro del Grupo para la Relación con los Países Socialistas del Parlamento Europeo.

“Die Szene” (La escena) Les sitúo en el tiempo. Finales de noviembre de 1988, visita oficial a la RDA del Grupo parlamentario europeo. Aunque el viaje era colectivo, yo me había adelantado unos días para reunirme con el grupo berlinés de solidaridad con Euskadi, en realidad con Herri Batasuna, que se citaba en una antigua fábrica ocupada. La ideología de sus miembros oscilaba de los verdes-alternativos a los autónomos, anti-imperialistas y radicales. Se trataba de un vigoroso movimiento extendido por toda Alemania que era calificado por la prensa de la época como “Die Szene” (La escena) y que podríamos traducir como “la movida política”. La solidaridad con la izquierda abertzale estaba en fase menguante porque el asesinato de Yoyes (1986) trajo como consecuencia que gran parte de los verdes retirasen su apoyo a HB. Como de costumbre, participé en las interminables charlas-debate “eine grosse Diskussion” que en locales de institutos o casas ocupadas comenzaban al atardecer y acababan cuando el bedel apagaba la luz o los okupas lo decidían; para mi capacidad de aguante casi siempre a deshora. Pero, no se confundan, aquellos solidarios tenían un sin fin de actividades prácticas. Daban clases de alemán a los turcos inmigrantes; diseñaban hospitales o sistemas de conducción hidráulica para Nicaragua; presentaban en sociedad, por vez primera en Europa, a un combativo obrero metalúrgico brasileño de nombre Lula da Silva... Y mantenían contactos con la testimonial oposición de izquierdas de la RDA, compuesta mayoritariamente por hijos de funcionarios del régimen. Entenderán que fue mucho lo que aprendí en aquel hervidero.

Era domingo, cuatro de la tarde, noche cerrada y nevando a manta sobre uno de los pasos fronterizos para peatones, cuando crucé un mínimo puente y me planté ante una caseta de la Policía Popular, los nada populares “Vopos” que, ante mi insólita apariencia, maletín con expedientes, maleta de viaje y porta-traje de plástico en mano, haciendo caso omiso de mis explicaciones, llamaron por teléfono a la superioridad. Alguien les debió contestar que me diesen vía libre y, sin más, me encontré en suelo comunista, ni una sola alma, rasposo olor a carbón de lignito de las calefacciones, esperando bajo la luz oblicua mortecina-amarillenta de las farolas a que algún milagro sucediera. El milagro tomó forma de taxi, un descuajaringado Trabant, el cochecito leré de los más afortunados del país, que ya portaba otro pasajero y que paró en su casi último suspiro. El pasajero descendió y yo me introduje en el vehículo a toda pastilla. El taxista me preguntó que a dónde y le di la dirección escrita de la residencia para invitados del gobierno que estaba al norte, en Pankow, primera capital de la era comunista. No tenía ni idea. En eso apareció un mercedes con bandera de la República Federal Alemana y como en una mala película de espías le indiqué al chófer “¡Sígale!”. Dio resultado. Después de unos diez minutos de persecución, nos plantamos en una zona de alto standing, rodeada por un cordón del Ejército del Pueblo de militares portando subfusiles, largos capotes y gorros de piel contra ventisca; una estampa prusiano-soviética que imponía lo suyo. En cuanto me identifiqué me dieron paso, eso sí, caminando entre la nieve con todos mis pertrechos hasta que a unos doscientos metros de la valla, llegué a la casona tiritando de frío y arrastrando cachivaches. Entrada poco gloriosa, lo reconozco.

Un mundo distinto Al día siguiente comenzó la visita oficial. Esperaba que nos trasladaran en un ZYL, los haigas de las autoridades soviéticas. Pues no. Nos llevaron en unos socialdemócratas Volvos suecos, eso sí, con sus cortinillas para ver sin ser vistos. Así llegamos a la primera reunión de trabajo. Diez parlamentarios europeos y una delegación de la Volkskammer (Cámara Popular), que nos recibió en su sede, el Palast der Republik. Era un edificio marrón, parecía de plástico, asbesto puro, cerrado a cal y canto. Un gran rectángulo de metal, formado a su vez por otros rectángulos más pequeños de cristales marrón tintado. Cuando lo mirabas, no se veía el interior y en su lugar se veía reflejado el mundo exterior, solo que en curva y en marrón. “Allí hacían de los sueños palabras, se tomaban decisiones, se aplaudían los manifiestos, se daban palmaditas en las espaldas. Allí dentro podía haber un mundo totalmente distinto” (Anna Funder, Stasiland, editorial Tempus). Y allí nos recibió Horst Sindermann, el presidente de la Volskammer, remedo de Parlamento. Sindermann fue militante comunista desde las luchas callejeras contra los nazis y años atrás había visto su ficha policial en el museo de la Topografía del Terror. Digno en la fotografía de la Gestapo, a sabiendas de las torturas que inmediatamente le infligirían, era un tipo no exento de simpatía y sobre todo un superviviente del campo de concentración nazi de Mauthausen y de los torbellinos de la política comunista. Y, como muchos supervivientes, un tanto cínico. Después de la reunión estaba convocada una rueda de prensa presidida por él. Ante una cámara de televisión y varios periodistas nada motivados, el parlamentario del grupo liberal Eduardo Punset agradeció a la Alemania comunista su acogida como exiliado a finales de los 50. Desconcierto entre nuestros anfitriones y los informadores, que se miraban como si les estuviesen tomando el pelo. Aclaró Punset que por aquella época era un joven comunista catalán que tuvo que escapar del franquismo. Las desencajadas caras volvieron a su ser con gesto de pensar “vaya por Dios, uno que se nos coló”. Mediada la rueda de prensa, Mac Millan-Scott, joven parlamentario conservador inglés, se dirigió a Sindermann: “Señor presidente, ¿estos caballeros de enfrente son acaso periodistas?”. Contestación de Sindermann, con deje de suspicacia: “Efectivamente, ¿por qué lo pregunta?”. Réplica de Mac Millan: “Porque sólo toman notas cuando usted habla”. Al día siguiente, en el Neues Deustchland, diario oficial del SED (Partido Socialista Unificado, comunista) -18 páginas, 16 con noticias o fotos del presidente Erich Honecker como dieta informativa-, sólo se mencionaba de nuestra rueda de prensa a Sindermann. Nosotros éramos simple atrezzo.

La siguiente reunión tuvo más enjundia. Allí estábamos, en la sede de la presidencia de Gobierno, recibidos por el primer ministro Willi Stoph. Impoluto, con un traje elegantemente cortado, camisa blanco nuclear y corbata a rayas rojas, blancas y negras que recordaban desagradablemente los colores de la bandera del Reich alemán. La cara, perfectamente afeitada. Como eran las seis de la tarde, me preguntaba por el maestro barbero capaz de apurar aquel rostro hasta dejarlo con tersura de culo de niño. Stoph, con complaciente tono mojigato, nos traía la buena nueva de que nada cambiaría, de que lo pasado perduraría por haber alcanzado ya, casi, la forma perfecta. Y luego pasó a contestar nuestras variopintas preguntas. Las mías, en concreto, sobre la prohibición de distribuir la revista satírica rusa Kokodril, que los alemanes del este solo podían comprar si viajaban al oeste, y sobre la disolución a porrazos, semanas antes, de una quedada de jóvenes orientales en aquel lado del muro para oír de extranjis un concierto de rock en el lado occidental, creo que de Michael Jackson. A la primera, ni me contestó; a la segunda, farfulló algo sobre la perniciosa influencia en la juventud alemana de la decadente música occidental y con un nervioso “bitte, bitte” (por favor, por favor), pero dicho de manera intemperante, pasó a escaquearse de las preguntas de otros colegas.

La enorme caja de caudales Después de visitar Dresde, donde nos explicaron con detalle la impresionante reconstrucción de los edificios históricos de la bombardeada ciudad tomando como modelos los cuadros que había pintado Canaletto (s. XVIII), asistimos a la ópera berlinesa, donde el coro del regimiento Félix Dzerzhinski, primer anillo defensivo de la capital, interpretó no me acuerdo qué. Finalmente, para hacer una evaluación de la visita, nos reunimos con todos los embajadores de los países con representación en Berlín Este de la entonces Comunidad Europea. En la sede de la embajada de la República Federal Alemana había una especie de enorme caja de caudales suspendida entre el techo y el suelo gracias a unos gruesos cables de acero, donde hombro con hombro nos empotraron a los veintitantos participantes. Jamás me he reunido en sitio tan raro. Se trataba de que la Stasi no pudiera oírnos, en el supuesto de que alguno o algunos de los reunidos no fuese un informador. Supongo que para los parlamentarios o embajadores más fachas el primer sospechoso era yo mismo. La Stasi (Ministerio de Interior) tenía cerca de 70.000 agentes y unos 350.000 colaboradores formales más cerca de un millón de soplones de ocasión; una enormidad para un país de diecisiete millones de habitantes. Su estructura era un calco de la KGB rusa, sucesora de la Cheká que en su día fundó un príncipe polaco bolchevique llamado Félix Dzerzhinski; sí, sí, el mismo que daba nombre al regimiento cantarín. Ya metidos en harina, preguntamos a los embajadores por la oposición al régimen. Ninguna, fue la respuesta, a excepción de los pacifistas y objetores de conciencia que pululan alrededor de las iglesias presbiterianas. El padre de Angela Merkel, pastor protestante, no andaría muy lejos. A la Stasi le ocupaba mucho el control de este movimiento. Cuando años después, caído el Muro, se accedió a sus archivos secretos; apareció el informe de un joven teniente de la Stasi que, a comienzos de 1989, daba cuenta de que había tantos infiltrados policiales en las manifestaciones, en realidad rezos comunitarios, de los grupos opositores religiosos que estaban haciendo parecer a estos grupos más fuertes de lo que eran. Y con involuntaria ironía concluía que, al parecer, al estar engrosando las filas de la oposición, la Stasi animaba a la gente a que se siguiese manifestando en su contra. Pregunté cuál era el papel político del Ejército Popular. Ninguno, me contestaron. Los ejércitos rojos, desde su fundación seguían a toque de cornetín las directrices de sus fundadores Lenin y Trotsky: nada de supremacía militar, de tentaciones bonapartistas, siempre bajo la disciplina del Partido Comunista. Así fue, por cierto, que lo que vino después, la Perestroika rusa y el Cambio (Die Wende) alemán, en resumen el desmerengamiento comunista, fue obedecido sin chistar por los Ejércitos Populares. Porque un año después de aquella reunión ocurrió lo imposible y el muro se volatilizó a despecho de los sesudos análisis de los reunidos en el búnker de la embajada, que fuimos incapaces de predecir aquello.

Y vuelvo al comienzo. Si conocía todo lo que sumariamente he relatado, ¿por qué esa declaración periodística ensalzando un sistema de tan escasas agarraderas? Le he dado muchas vueltas y he llegado a la conclusión -no sé si servirá a alguien- de la inexactitud del dicho “no hay peor ciego que el que no quiere ver”. En realidad, el peor ciego es el que cuenta las cosas no tal como son, sino tal como le gustarían que fueran. Y eso, que es conmovedor como la muchacha que cree a pies juntillas en los cumplidos que se le hacen en un baile, nos lleva a otra conclusión, la de la estrecha vinculación política entre la impostura y el fanatismo. Con una notable diferencia: de la impostura te sales, del fanatismo te echan. De aquellos años fragorosos, me quedo con el poema de Leonid Martinov: “Y la serpiente me silbó de paso / que cada uno tiene su destino. / Más decidí que no haría caso: / escurrirse y arrastrarse no es mi sino”.