Atan solo seis días de la que estaba prevista como una fecha histórica en el proceso soberanista de Catalunya, el 9-N, las dudas, la incertidumbre, la confusión y, en definitiva, la falta de seguridad y confianza pugnan con la también evidente ilusión de la ciudadanía catalana, mayoritariamente dispuesta a expresarse por medio del voto. Ayer mismo, la vicepresidenta de la Generalitat, Joana Ortega, contribuyó de alguna manera al desconcierto y cierta perplejidad al admitir que “no se puede asegurar al cien por cien” que el próximo domingo haya urnas y colegios abiertos para realizar la consulta, rebautizada como jornada participativa en favor de la independencia. A seis días vista, aún no se conocen los pormenores técnicos sobre cómo se desarrollaría la jornada, en caso de producirse en los términos previstos, a buen seguro como un intento de Artur Mas y sus aliados de blindar el proceso y evitar tanto la previsible actuación del Estado como de salvaguardar los intereses de las personas directamente implicadas o llamadas a garantizar el desarrollo de la jornada, léase los funcionarios. El Gobierno español, sin embargo, ya dio el paso de impugnar la convocatoria, con lo que es esperable otro pronunciamiento urgente del Tribunal Constitucional, obligado de nuevo a batir récords para impedir que los catalanes puedan votar. El president, a su vez, ha reaccionado anunciando medidas legales contra el Gobierno de Mariano Rajoy por abuso de poder y de derecho. En este ínterin, sería bueno recordar que en una anterior sentencia dictada en marzo sobre la soberanía de Catalunya, el propio TC determinó que los problemas políticos los tiene que resolver la política. Nada más lejos de lo que está ocurriendo. A estas alturas de la polémica, todos los análisis jurídicos se antojan casi demasiado finos porque más allá del ya contrastado bajo nivel democrático del Gobierno español para al menos aceptar, en cualquiera de sus formas planteadas, una votación de la ciudadanía catalana sobre su futuro, lo que realmente se empieza a ver es que el PP ha acelerado y radicalizado su confrontación con Catalunya para tratar de ocultar otros temas que le axfisian en Madrid, fundamentalmente el escandaloso torrente de corrupción que asuela sus filas y la crisis económica. Puede incluso que Europa sea la siguiente estación -quizá de esperanza- de este bucle en el que se ha convertido Catalunya.
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