MAS allá de la curiosidad de que sea el ministro de Asuntos Exteriores quien se erija, en medio del clamoroso silencio de Mariano Rajoy, en portavoz del Gobierno español respecto a las exigencias de Catalunya, el exabrupto de José Manuel García Margallo al esgrimir la lectura más inhóspita de la ley y asentir a la posibilidad de suspender -por imposición de la fuerza, se entiende- la autonomía catalana acota los fundamentos democráticos del propio ministro, así como del gobierno al que representa y, en consecuencia, del Estado gobernado por este. Cuando la mayor parte de la Unión Europea y del mundo civilizado contemplan con serenidad no exenta de admiración el impecable proceso democrático negociado y desarrollado por los gobiernos escocés y británico para otorgar a la sociedad escocesa la posibilidad de posicionarse sobre su pertenencia o no al Reino Unido de Gran Bretaña; el Gobierno español presidido por Mariano Rajoy pasa del silencioso desdén hacia la consulta que pretende convocar la Generalitat de Catalunya el próximo 9 de noviembre a la ya nada velada amenaza contra la misma. Cuando ante la posibilidad de que se produzca en Escocia una victoria del voto independentista, los tres principales partidos británicos acuerdan ofrecer un aumento del autogobierno en caso de una victoria de las tesis unionistas con el fin de convencer a los indecisos, el partido del Gobierno español, ante el aumento de la fortaleza de la reclamación de soberanía catalana, patente el pasado jueves en la Diada, lejos de escuchar dicha exigencia y tratar de dialogar al respecto, trata de intimidar con la posible retirada del contenido del autogobierno que Catalunya ya ostenta en virtud de pactos políticos anteriores refrendados por la ciudadanía. Mientras, el principal partido de la oposición, por boca de su líder, Pedro Sánchez, trata de diferenciarse con la idea inexplicada y sin desarrollar de “renovar el pacto constitucional” que ha sido minimizado en su alcance e incumplido reiteradamente también por su formación cuando ha ejercido las responsabilidades del gobierno del Estado. Y ambos yerran. No se trata del imposible de amoldar -o de ahormar a la fuerza- las aspiraciones catalanas a una restrictiva lectura de la legalidad estatal sino, por el contrario y como sucede en Escocia, del ejercicio posibilista de acordar el modo de dar cauce legal a dichas aspiraciones.