LA respuesta del Gobierno Rajoy a la multitudinaria reivindicación del derecho a decidir que por tercer año consecutivo plantearon el jueves cientos de miles de catalanes con motivo de la Diada es la enésima prueba de su incomprensión, de su incapacidad para asimilar, analizar y resolver satisfactoriamente el problema de relación entre Catalunya y el Estado. Por un lado, que el fiscal general, Eduardo Torres Dulce, esgrima en respuesta a la voluntad ciudadana el Código Penal y aluda al delito de sedición es simplemente un exabrupto propio de regímenes de dudosa calificación democrática. Por otro, reducirlo, como hizo ayer la vicepresidenta Soraya Sáenz de Santamaría, a la sujección del Gobierno a la Constitución y las leyes no es sino la ya comprobada inoperante reiteración del único argumento que el Estado ha esgrimido durante la espiral de más de nueve años que desde la aprobación del nuevo Estatut por el Parlament en 2005 ha traído al conflicto catalán a donde se encuentra. También se trata de una medida tergiversación, ya que en origen la Constitución y las leyes no prevén y, por tanto, tampoco impiden expresamente, la celebración de una consulta como la que pretenden la Generalitat y el Parlament en representación de la sociedad de Catalunya. E incluso en el caso de que esa previsión legal existiera más allá de interpretaciones interesadas, supondría la necesidad de un contraste entre dicha legalidad y la legitimidad política que otorga una mayoría ciudadana, lo que exige de una u otra forma esa misma expresión electoral que desde el Estado se trata de impedir. Dicho de otra forma, aun en el caso de que el Gobierno Rajoy siga pretendiendo ignorar la reclamación de los catalanes y se limite a anteponer a la misma el anunciado recurso ante el Tribunal Constitucional que suspendería la Ley de Consultas, aun pendiente de aprobar por el Parlament catalán, no evitaría en último término la plasmación electoral de la exigencia de la ciudadanía de Catalunya. Y esta, posiblemente, no diferirá en demasía en el cómputo de las aspiraciones soberanistas del aplastante triunfo del SNP de Salmond en 2011 y de su mayoría absoluta, que en el caso escocés forzó al Parlamento Británico a negociar la convocatoria de un referéndum al que hasta entonces se había resistido.