LA expresión de la sociedad catalana en la calle con motivo de la festividad de la Diada ha vuelto a ser, por tercer año consecutivo, una masiva exteriorización de la muy mayoritaria voluntad que, encuesta tras encuesta, esa misma sociedad hace patente: la de decidir respecto al futuro de su relación política con el Estado español. La V formada ayer, como anteriormente la vía catalana o la impresionante manifestación de 2012, no es sino la reivindicación festiva y popular del ejercicio político de esa voluntad mediante un derecho democrático, el de pronunciarse, anterior incluso a la pretensión de que esa relación con el Estado español se desarrolle de igual a igual, sin imposiciones ni situación de subordinación impuesta a través de lecturas raquíticas de la legalidad. Porque, como afirmó ayer el president de la Generalitat de Catalunya, Artur Mas, yerra quien trata de resolver a través de interpretaciones de una arquitectura legal artificialmente forzada, un problema político natural, el de las ansias de una sociedad por gobernarse a sí misma, sea dicho impulso derivado de un sentimiento de pertenencia, de una sensación de agravio, de una pretensión de mejor gobierno o de una combinación de todo ello. En realidad, la confrontación entre la Generalitat y el Gobierno del Estado, entre Catalunya y el Estado -al igual que sucede en el caso de Euskadi- no es sino la confrontación de dos voluntades o, más exactamente, de la voluntad catalana frente al arbitrio español, llevado este a la máxima cerrazón de la negativa no ya a que Catalunya, los catalanes, ejerzan su voluntad mayoritaria sino incluso al simple hecho democrático de que siquiera la expresen en las urnas. Y en ese dilema entre la legítima voluntad catalana y el arbitrio de la interpretación legal realizada por el Estado, la primera habrá ganado incluso aunque este último la fuerce a autocontener su expresión electoral el próximo 9 de noviembre, día previsto para la celebración de la consulta. Porque esa contención no significará en ningún caso la resolución del conflicto político sino, muy al contrario, la ampliación en la sociedad catalana de la sensación de agravio y, por tanto, un distanciamiento mayor respecto a la pertenencia, aun mediante cualquier otra fórmula de gobernanza, a ese Estado que pretende impedirle realizar su voluntad.
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