UNA artificial multiplicidad de actos institucionales -a buen seguro incomprensible para la mayoría de la ciudadanía- dará hoy cumplimiento al Día de la Memoria, instituido en 2010 con el objetivo de recordar a todas las víctimas del terrorismo y de la barbarie violenta que ha sufrido Euskadi en los últimos años. En aquel primer acto de hace cuatro años, la entonces presidenta del Parlamento Vasco Arantza Quiroga leyó un texto consensuado -del que se desmarcaron EA y Aralar- en el que se reivindicaba a todas las víctimas «sin excepción»: «A las víctimas del terror de ETA, el único grupo terrorista que todavía hoy amenaza la convivencia entre los vascos, y a las víctimas provocadas por la violencia criminal del GAL, del Batallón Vasco Español y de otros grupos violentos que, si bien hoy son pasado, originaron un sufrimiento que merece el mismo reconocimiento y reparación». Cuatro años después, ETA, aunque aún no ha dejado de existir, ya no amenaza la convivencia ni ejerce la violencia, la amenaza y el chantaje sobre la sociedad vasca. Sin embargo, y pese a que las circunstancias han cambiado, este Día de la Memoria vuelve a estar presidido por la división política. Esta fragmentación tiene varias lecturas, pero el mero hecho de que todos los grupos políticos y las instituciones sin excepción dediquen una jornada a recordar a las víctimas, siendo objetivamente un paso, no es en absoluto satisfactorio para una sociedad que busca el consenso y la cohesión sobre aspectos clave de su convivencia. La memoria de lo sucedido tiene que tener un doble objetivo común ineludible: el recuerdo, solidaridad y cercanía con todos los que han sufrido el terror sin excepción y la deslegitimación ética, política y social de la violencia. Recordar es necesario pero no suficiente. Es obligado -en consonancia con el mensaje de hoy de la Cámara vasca- reconocer la injusticia de la violencia y el daño causado. No es aceptable ni obviar la realidad de que existen múltiples víctimas por causa de varios tipos de violencia ni tampoco intentar diluir la responsabilidad propia presentando a "todas las víctimas" -sin diferenciar a los victimarios y sus objetivos- en un totum revolutum difuso y etéreo para eludir la verdad de lo sucedido. Este es el gran reto para una memoria colectiva inclusiva pero, al mismo tiempo, necesariamente desigual.
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