DESDE la puesta en marcha de los organismos que trabajan en el avance de la igualdad entre hombres y mujeres y desde la asunción de este compromiso como objetivo político por parte de las sociedades más desarrolladas, uno de los aspectos que más controversia ha suscitado es el referido al uso del lenguaje y la necesidad de que éste se adapte a una realidad donde ambos sexos tienen presencia y protagonismo. Las recomendaciones sobre un uso no sexista del idioma (en especial del castellano) han sido moneda común entre las publicaciones de las instituciones y si bien la economía del lenguaje es una máxima en su uso más coloquial y en el más elaborado, la lógica de estas recomendaciones siempre ha tenido un punto en común: lo que no se nombra, no existe. Este principio tiene su aplicación más palpable en un idioma como el castellano, una de cuyas características esenciales, a diferencia de lo que ocurre con el euskera, es el marcaje de género y donde el masculino ha servido de genérico para hacer referencia a las personas de ambos sexos. Este uso, arrastrado a lo largo de la historia, repercute negativamente en el conocimiento de la realidad ya que da a entender que aquello que se refiere como masculino sirve para explicar el comportamiento de las personas de ambos sexos, lo que redunda claramente en la invisibilidad de las mujeres. No puede tener la misma consideración un término como ciudadanía o sociedad que el de los vascos o las vascas ya que en los dos primeros se incluye a toda la población mientras que en los dos últimos se hacen referencia a la realidad de cada sexo. La aplicación práctica de un lenguaje no sexista no es tarea sencilla ya que tiene ante sí un patrimonio acumulado durante cientos de años. Sin embargo, no hay lenguaje que perviva sin adaptarse a los tiempos, y así lo ha hecho el propio español aceptando términos y usos que en otros tiempos resultarían simples aberraciones. Como, por ejemplo, han sido consideradas recientemente aberraciones expresiones como "miembra", utilizado por una exministra socialista. No cabe duda de que el empeño no solo legítimo sino necesario por evitar el lenguaje sexista ha sido muy positivo en la desigual lucha por la igualdad de la mujer en todos los órdenes, aunque hay que reconocer que ha derivado en muchos casos en un exceso absurdo y contraproducente. De ahí que esté lleno de prejuicios el informe elaborado por 36 académicos de la RAE donde se arremete contra estas recomendaciones -"difunden usos ajenos a las prácticas de los hablantes"-, a pesar de admitir que "existen usos verbales sexistas". Hubiera representado una mayor aportación al objetivo de la igualdad que en vez de echar por tierra estos esfuerzos, se hubieran planteado ayudar en sacar provecho de todas las potencialidades que da el idioma.