LA nueva escalada de la tensión entre Londres y Teherán, con la evacuación del personal diplomático británico en Irán y la expulsión en 48 horas de la delegación iraní en Gran Bretaña, tras el asalto a la embajada británica en la capital persa por estudiantes extremistas con la aquiescencia e incluso colaboración de las autoridades de Teherán; amplifica pero no varía la crisis de relaciones con Occidente con la que convive -y que administra- el régimen islámico prácticamente desde su instauración en 1979. En realidad, la tirantez entre Londres, la metrópoli colonial, e Irán, la colonia, es proverbial y está en la raíz del incidente que ha servido de detonante a este nuevo capítulo de una desavenencia que tiene origen incluso anterior al intento de nacionalización de la Anglo-iranian Oil Company y la presión de Gran Bretaña y EE.UU. que derrocó a Mohammad Mosaddeq en 1953. La fatua del ayatolá Jomeini en 1989 contra Salman Rushdie, escritor de origen iraní pero nacionalizado británico, la captura de 15 marinos británicos en el margen de las aguas territoriales iraníes en 2007 o la acusación por Teherán a Londres de haber instigado las revueltas anteriores a la reelección de Ahmadineyad en 2009 son precedentes notables. Ni siquiera una posible ampliación de la ruptura de relaciones a otros países de la Unión Europea, tras la reunión de los ministros de Exteriores a celebrar hoy en Bruselas, sería una auténtica novedad porque ya en 1997 los miembros de la UE retiraron a sus delegaciones diplomáticas durante siete meses. La diferencia, en esta ocasión, radica en su coincidencia temporal con el último informe de la Organización Internacional de la Energía Atómica (OIEA), divulgado a principios de mes y bastante claro respecto a que Teherán culminará, si no lo ha hecho ya, en breve plazo de tiempo y tras veinte años de trabajos la construcción de su propia bomba atómica; y con el incremento de la actividad de inteligencia y de las amenazas, veladas o directas, en torno a una posible intervención militar israelí -con apoyo o al menos beneplácito estadounidense- que impida a un régimen fundamentalista y con un claro afán de intervención en Oriente Medio acceder al poder atómico, sea en su versión disuasoria o práctica. El asalto a la embajada británica en Teherán -que llegó a recordar la ocupación durante 444 días de la embajada estadounidense en 1979- supone en este caso una provocación con la que los sectores más extremistas del régimen iraní, más allá del propio gobierno de Mahmoud Ahmadineyad, miden la capacidad de respuesta de las potencias occidentales, acuciadas en estos momentos por la crisis financiera global, sin detenerse en si propicia o no un ambiente favorable a la intervención militar israelí. Quizás porque Irán hace tiempo que la considera inminente.