EL forzado acuerdo con que finalizó el jueves la minicumbre de Estrasburgo entre los líderes de las tres primeras economías europeas, Angela Merkel, Nicolás Sarkozy y el reciente Mario Monti, se ha calificado tanto de paso obligado hacia la recuperación de la estabilidad económica en la zona euro, como de nuevo impasse que en realidad nada soluciona y hasta de constatación de que la crisis de la deuda que atenaza a Europa tiene muy difícil solución con políticas no demasiado acordes a la prevista nueva recesión de 2012. Es decir, no existe unanimidad, ni la habrá más allá de la impuesta por Alemania, en el camino a seguir. Por el contrario, la minicumbre sí ha servido para cuestionar precisamente lo que se dice pretender, una mayor cohesión política de la Unión Europea sin la que ciertamente no se cuenta con los mejores mecanismos de control económico. En primer lugar, las nítidas discrepancias puestas de manifiesto entre Sarkozy y Merkel han finiquitado la imagen de confiada unión que había dejado traslucir el eje franco-alemán, peana prácticamente única sobre la que aún se apoyaba en los últimos meses la UE. Al mismo tiempo, la rotunda negativa de Merkel a siquiera plantear la posibilidad de los eurobonos cuestiona el verdadero peso de las instituciones comunes, toda vez que la Comisión Europea, por boca de su presidente, José Manuel Durao Barroso, no había escatimado un día antes el impulso a dicha medida y las críticas a las resistencias de Berlín a la misma. Además, al acordar en petit comité la reforma de los tratados de la Unión que se presentará el próximo día 9 a los países miembros, marca el verdadero lugar en que las potencias, los Estados, dejan al Consejo Europeo que preside Herman Van Rompuy y que, en su día, se definió de modo muy optimista como el verdadero gobierno de la Unión. Y, sin embargo, el resultado de la cita de Estrasburgo aún dibuja un problema quizás más alarmante para la idea de Europa al volar su legitimidad a ojos de los ciudadanos. No se trata ya de que la Unión Europea, o los gobiernos de los Estados que la forman, obvie la consulta directa a la sociedad sobre sus normas fundamentales, como sucedió con la nonata Constitución; ni de que los gobiernos de los Estados, en consecuencia, acuerden por sí mismos y entre sí, eludiendo al único órgano elegido democráticamente, el Parlamento Europeo, los tratados que la rigen para posteriormente incumplirlos si es preciso; sino de que ahora la reforma de dichos tratados, la decisión sobre su validez, no es ya siquiera de su potestad, sino que descansa en la decisión de una única potencia, Alemania, o aún peor, depende de la decisión de los mercados financieros que, tras imponer gobiernos, acaban imponiendo las leyes por la vía de la reforma. La crisis de Europa ya no es un problema de deuda. Al menos, no exclusivamente.