LAS elecciones generales del pasado domingo han terminado de inclinar hacia la derecha el paisaje político e institucional del Estado, pero no alteran lo más mínimo su dramática realidad económica, instalada en las draconianas condiciones que el mercado financiero impone a una deuda pública galopante, en una economía poco productiva y sobremanera en los cinco millones de desempleados. La mayoría absoluta de Rajoy no cotiza, por tanto, a la hora de limitar la presión internacional y tanto las agencias de rating como los principales diarios económicos e incluso la canciller Angela Merkel ya han exigido al presidente electo medidas "adicionales", "urgentes" o "rápidas" que, sin embargo, Rajoy no estará en condiciones de tomar hasta después de la sesión de investidura y del primer consejo de gobierno que, si se cumplen los plazos previstos, se celebraría en torno al 23 de diciembre. Esto quiere decir que en apenas una semana, la última del año, Rajoy tendrá que anular la subida de las pensiones, congelar o reducir de nuevo el sueldo de más de tres millones de funcionarios y empezar a perfilar los presupuestos del próximo año hacia el objetivo del déficit del 4,4% previsto al final de 2012, para lo que se le exigen recortes de más de 15.000 millones de euros. Y con ello anunciar otras medidas estructurales, como la reforma laboral, que ya ha apuntado y que tanto Europa como los mercados financieros le exigen para apuntalar una credibilidad en estado de derribo: los bonos españoles a diez años seguían ayer rondando el 7% y en la última subasta de deuda el Estado ha pagado incluso más intereses que Grecia. Es decir, España sigue en zona de rescate. El problema, por tanto, es si el Estado español podrá aguantar con un gobierno en funciones cuatro semanas de zozobra permanente en los mercados. E incluso si lo hace, si Rajoy será capaz de enfrentarse entonces a la sociedad con esa idea del fin del Estado de bienestar bajo el brazo por evitar el fin de su actual idea de Estado a secas o, mucho más inesperado por cuanto desdiría toda su actividad política anterior, presentará alternativas profundas que ni siquiera ha esbozado hasta el momento ya que el presidente electo ha llegado a serlo sin ofrecer una sola receta económica y únicamente apoyado en el descontento frente a la gestión socialista. Por mucho que los sectores conservadores se empeñen en señalar a su nuevo líder el camino de la amplia liberalización, como la puesta en marcha por Margaret Thatcher cuando alcanzó el poder en 1979, Rajoy ni siquiera tiene totalmente en sus manos las herramientas de la desregulación financiera o la privatización de un sector público ya muy adelgazado. Y la flexibilidad laboral, que preconiza, agitará aún más el descontento social sin terminar de satisfacer a los acreedores internacionales.