hablaba aquí la semana pasada de la dimensión simbólica del fútbol y decía que para que lo simbólico de una acción sea apreciable por todo el mundo, el valor intrínseco de la misma debe ser incuestionable. Por muy antiestadounidense que uno sea, al ver la bandera clavada en la luna por Neil Armstrong, no queda más remedio que reconocer el mérito de un país capaz de poner a alguien en nuestro satélite y de traerlo de regreso a casa, sano y salvo.

En el fútbol no se da esa correlación entre valor simbólico y valor real. Lo simbólico, en este caso, excede con creces el hecho en sí. En el ejemplo del célebre gol de Maradona contra la selección inglesa, un inglés podría decir: "Mi país envió a la otra punta del mundo una flota de destructores y te expulsó de un peñasco en mitad del océano, un peñasco que en realidad a nosotros nos interesaba poco o nada, y tú has metido un balón entre tres palos. ¿Quién crees que sale ganando, en lo simbólico y en lo no simbólico?". Obviamente, no muchos piensan así, sino que sienten ese gol de modo muy distinto.

Existe un acuerdo social no escrito según el cual miles de personas aceptan como importante el hecho de introducir un balón entre tres palos, lo que los legitima a disfrutar de una emoción de enormes proporciones. El valor de hazañas como ir a la luna o desarrollar una nueva vacuna puede ser difícil de valorar por algunas personas o hallarse sujeto a interpretaciones. En el caso del fútbol, la acción se circunscribe a un espacio y un tiempo muy limitados, el objetivo es sencillo y el resultado incuestionable; si marcas más goles que el contrario, has ganado, y punto. La ilusión de que lo que sucede en el campo es algo importante, se renueva fin de semana tras fin de semana, por personas de toda condición. Y si eso me fascina, y si voy a continuar hablando de ello, es porque a mí me es imposible entregarme a ese acuerdo social.