COMO ya he dicho alguna vez, no me gusta el fútbol, pero pienso mucho en el fútbol. Este deporte me fascina como fenómeno sociológico porque soy incapaz de compartir el entusiasmo de sus seguidores. El pasado fin de semana hablaba de este tema con una amiga y ella me decía que mi problema es que no aprecio el valor simbólico del fútbol. Añadía que un gol es más que un trozo de cuero que se envía de una patada entre tres palos. Como ejemplo ponía el famoso gol de Maradona contra la selección inglesa, sentido por los argentinos como una revancha tras la derrota en las Malvinas. Después de meditarlo, debo dar la razón a mi amiga, aunque solo en parte.
Diciéndolo de forma concisa, el carácter simbólico eleva una acción más allá del valor real de la misma. Imaginemos a un padre de familia que disfruta subiendo cada fin de semana al Pagasarri. Le encantaría que su hijo adolescente lo acompañara, compartir con él ese agradable momento. Pero el hijo prefiere salir con sus amigos y siempre dice que no. Un día, el padre fallece víctima de un infarto. Entonces el hijo siente remordimientos y sube él solo al Pagasarri. En la cima, debajo de una piedra, deja una nota donde dice: "Aita, he estado aquí". La acción en sí no entraña un gran valor (son cientos las personas que suben cada fin de semana al Pagasarri), pero sin duda posee enorme valor simbólico, aunque este solo pueda ser apreciado en su justa medida por el hijo adolescente y sus seres cercanos.
Para que el valor simbólico trascendiera el ámbito privado y llegara a mucha más gente, el coste de la acción debería ser mayor e incuestionable. Si el adolescente hubiera subido al K2 en memoria de su padre todos nos sentiríamos, y con razón, conmovidos.
La semana que viene seguiré hablando de esto, aplicándolo al fútbol, tratando de buscar una explicación a la enorme dimensión simbólica que muchos le atribuyen.