LA toma en consideración por el Congreso de los diputados y la aprobación de la tramitación por vía de urgencia de la propuesta de reforma constitucional pactada por los líderes de PSOE y PP para incluir en el art. 135.1 de la Carta Magna una limitación del déficit público, que no se estipulará hasta dentro de nueve meses y no será aplicable en los próximos nueve años, se puede considerar innecesaria para sus fines y desproporcionada en el método y sin embargo desprovista del rigor y las salvaguardas parlamentarias que se presumen a una modificación legislativa de dicho calado. Pero, sobre todo, tras la polémica que ha envuelto su anuncio, discusión e inicio de tramitación y pese al voto afirmativo de los dos grandes partidos estatales y la mayoría en el Congreso, queda patente que ni ha buscado ni goza del consenso, ni el recomendable ni el que siempre se ha esgrimido como conditio sine qua non, que debería acompañar a una reforma constitucional, especialmente cuando el texto de la Carta Magna se ha venido considerando durante más de tres décadas como materia inmutable ante otras aspiraciones. No se trata ya únicamente de la oposición sindical a la misma por su presumible afección a la inversión del Estado en bienestar social, de que los expertos consideren baldío constitucionalizar el techo del gasto cuando dicho límite se puede especificar con la misma virtualidad mediante otros mecanismos legales o de que cercene la capacidad de autogobierno económico sin haber siquiera consultado con las comunidades afectadas, sino incluso de que su aprobación únicamente alcanza la mayoría necesaria que la propia Constitución explicita para su reforma en virtud de la arbitraria disciplina partidaria de voto, es decir, de las leyes de la partitocracia y no a través de la legítima consideración que merece, de manera individual, a quienes la sociedad ha elegido para que le representen. Y no hay síntoma más claro de esa evidencia que las desafecciones en la bancada socialista. Si a ello se añade que, de momento, y a pesar de déficits públicos incluso mayores que el del Estado español, ningún otro país de la zona euro ha respondido a la exigencia planteada por Alemania y Francia; la reforma y la urgencia con que se plantea a dos meses vista de una cita electoral aún son más incomprensibles. Tanto que solo se explican en un, otro, intento encubierto de recentralización del Estado, lo que avala el rechazo a la reforma que ahora se plantea pero también la censura y resistencia a la lectura restrictiva que de manera continuada se ha venido realizado de los acuerdos que configuraron la estructura de un Estado plurinacional en la transición. Y lleva a los nacionalismos vasco y catalán a exigir un nuevo pacto que sustituya al ya limitado, encorsetado y supuesto y sin embargo unilateralmente roto consenso que esgrime el Estado desde hace treinta y tres años.