Las fiestas en Euskadi son históricamente un tensiómetro que mide el nivel de presión de nuestras arterias sociales. O sea, de la calle. Tendentes a la hipertensión, se palpa el estrés, aunque no llega a niveles de años anteriores. Entre sístole y diástole, lo preocupante es la enfermiza tendencia a mantener hábitos del pasado. Ha ocurrido, por ejemplo, en Leitza. Unos aprovechan la fiesta para sus reivindicaciones de siempre y otros vuelven, farisaicamente, a rasgar las mismas vestiduras ya hechas jirones. Bildu hace gestos para aliviar tensión -importante el rechazo a los ataques a las víctimas- pero sigue echando sal, mucha sal. Otros, ni gestos. Cosas del pasado, pero aún nos persiguen.