ESTA crisis, además de interminable, es caprichosa e imprevisible. El virus que atosigó a las economías española e italiana la semana pasada parece controlado tras la intervención del Banco Central Europeo, que compró deuda de estos dos países para espantar a los especuladores, en contra del criterio de Alemania. Inmediatamente después fue la discutida agencia Standar&Poors la que llevó a la UVI a la economía estadounidense al rebajarle por primera vez la calificación triple A, justo después de que demócratas y republicanos casi llevaran al país a la quiebra por retrasar al límite un acuerdo sobre el aumento del techo de deuda. La consecuencia fue que Wall Street se desplomaba, contagiando a las Bolsas europeas, que apenas gozaron de unas horas de respiro para recuperarse del maremoto de la deuda española e italiana. Esta semana, la Reserva Federal de EE.UU. intentaba salir al rescate anunciando que mantendrá los tipos de interés entre el 0 y el 0,25% al menos dos años. Pero, igual que la operación del BCE, no logró apaciguar a los mercados -que encadenan jornadas de pérdidas casi tan espectaculares como las registradas en 2007, con la caída de Lehman Brothers- y tampoco ha conseguido aliviar al enfermo. Luego le tocó a Francia ser diana de los especuladores, quienes difundieron un rumor sobre una inminente rebaja de la calificación de su deuda que resultó ser falso -S&P y Fitch lo desmintieron-, pero provocó una alarma tal que la Bolsa de París cayó en picado, arrastrando en efecto dominó al resto de los mercados bursátiles -el Ibex-35 bajó un 5,49%-, que terminaron cerrando otro día en alerta roja. En este enmarañado escenario, Francia, Italia, Bélgica y España decidieron actuar contra los especuladores más dañinos -denominados tiburones-, prohibiendo las operaciones a corto en Bolsa y medidas protectoras contra ciertos valores. El mecanismo ha funcionado, aunque su alcance está limitado en el tiempo y se trata de una intervención que desagrada a los sectores más neoliberales. Y en la base de este cuadro clínico endiablado subyace una enfermedad latente, pero aún de mayor gravedad, como es el creciente temor a que la desaceleración económica que revelan los datos -el Reino Unido recortó ayer cuatro décimas su previsión de crecimiento- se convierta en una nueva recesión. La prueba de que la medicina funciona es que la intervención del BCE o de la FED y de los estados en coordinación han tenido su efecto, aunque breve y puntual. Los gobiernos y los organismos supranacionales sólo conseguirán sanar al enfermo si actúan sobre el problema de raíz y de manera coordinada y no respondiendo parcialmente a cada nuevo síntoma que se presente. Europa necesita políticas comunes, liderazgo más allá de las propias fronteras y confianza y fortalecimiento del euro.
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