LIBIA pretende ser la siguiente pieza en ese dominó de la revolución ciudadana que se extiende por el mundo árabe y forzar a Muammar al Gadafi, tras 42 años en el poder, a convertirse en el tercer dictador obligado a claudicar tras sus vecinos Ben Ali en Túnez y Hosni Mubarak en Egipto y a la espera de comprobar cómo evolucionan las revueltas en Bahrein, Yemen, Argelia o Marruecos. Libia, sin embargo, no es Túnez ni Egipto. En la revolución de los jazmines y en la de la Plaza de Tahrir el Ejército ofrecía una cierta garantía de estabilidad -especialmente para las potencias occidentales- a la hora de encarar el relevo del dictador e iniciar una próxima democratización del país y, al tiempo, las estructuras estatales se podían considerar consolidadas. En el caso libio no se dan ninguna de las dos características anteriores. Por un lado, las Fuerzas Armadas -80.000 hombres en un país de poco más de seis millones de habitantes- protagonizan una violenta y confusa represión y no cuentan con una figura similar a la del nuevo hombre fuerte de Egipto, el jefe del Consejo Supremo Militar y ministro de defensa, Mohamed Hussein Tantaui. Por otro, la estructura del Estado libio, la famosa pero fallida Jamahiriya de Gadafi, depende sobremanera de las influencias territoriales de las diferentes tribus del país y en los aledaños del régimen tampoco se vislumbra una figura política que, como Fouad Mebazaa en Túnez, pudiera ser capaz de aglutinarlas en el camino de la reforma política. Tal vez la dimisión del ministro de Justicia, Mustafa Abdul Jalil, o del representante libio ante la Liga Árabe, Abdel Moneim Al Honi, apunten en esa dirección, pero en cualquier caso el control del país y una transición más o menos ordenada se antoja complicada en el caso libio. Porque, además, en la Libia moderna, sexta economía de África y con un PIB superior al de algunos países europeos, se cruzan también otros intereses, relacionados directamente con el petróleo y el gas. Son los que en este inicio del siglo XXI habían lavado la cara al hasta hace no tanto "régimen terrorista" de Gadafi, con quien todos y cada uno de los países que le condenaron internacionalmente han acabado por establecer relaciones comerciales y diplomáticas (desde el propio Estados Unidos al Estado español, con las visitas a Tripoli de Aznar en 2003 y Zapatero en 2010 y la del propio Gadafi a Madrid en 2007) porque se consideraba conveniente mirar hacia otro lado a cambio de estabilidad... y petróleo. Pero en una situación impredecible, sin un poder central claro y con un horizonte en el que las concesiones podrían depender de las influencias tribales, la presencia de innumerables empresas extractoras (Statoil, Eni, Gazprom, Siemens, Total, BP, Wintershall...) de distinta procedencia puede acabar decantando la balanza entre el temor al caos y la represión.
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