Servicio público, obligaciones y límites
El recrudecimiento de varios conflictos laborales en el sector no es ajeno al hecho de que los gobiernos se exceden en la interpretación de sus atribuciones ni al uso de la gestión de los mismos para eludir otras exigencias que la sociedad les plantea
LA controversia de los controladores aéreos, por la que el Gobierno español logró ayer la aprobación del Congreso a una extensión de un mes del estado de alarma, pero también otros conflictos laborales más cercanos como el de la prevista huelga de Metro Bilbao, los ya superados paros de Bilbobus, las desavenencias sobre el régimen laboral de la Ertzaintza o incluso las acusaciones de intervencionismo al consejero de Interior, Rodolfo Ares, en la huelga convocada en un sector privado como es el del comercio de Bizkaia han situado en primer plano el debate respecto al choque de intereses entre obligaciones y derechos de quienes realizan un servicio público y sobre los imprescindibles límites de la intervención gubernamental para asegurar el mismo. En primer lugar y aunque deba considerarse cada conflicto en su auténtica dimensión y características por cuanto son difícilmente comparables, no se debe olvidar que a todos los trabajadores que desarrollan un servicio público, bien directamente a través de la función pública o en empresas contratadas, dependientes o participadas por la administración les asisten legalmente las mismas razones que a los trabajadores del sector privado para plantear un conflicto laboral en el caso de que consideren lesionados sus derechos. Dicho esto, es oportuno aclarar que al mismo tiempo y junto a las reconocidas ventajas de trabajar en la res pública también les compete la obligación de responder en medida lógica a las necesidades de la ciudadanía que ha creado y mantiene los servicios que les emplean. Y se entiende que son las instituciones, también sostenidas por los ciudadanos, las encargadas de gestionar el límite en el que derecho y obligación colisionan con el tino suficiente para no conculcar uno y no incumplir la otra. Sin embargo, en algunos de los casos citados, la actitud de los respectivos gobiernos no ha sido precisamente la de arbitrar métodos que hagan posible ese equilibrio entre el empleado y el empleador, en este caso la propia sociedad, sino la de suplantar el papel de ésta al considerarse a sí mismos como única parte contratante. Y, en determinados casos, la de utilizar la gestión del conflicto como modo de eludir, obviar o minorar otras obligaciones que el propio gobierno posee para responder a exigencias que la sociedad, como sostén y patrón del propio gobierno, le plantea. Es entonces cuando acaban por conculcarse derechos de los empleados de los servicios públicos -por ejemplo, con servicios mínimos abusivos o una inadecuada utilización de la fuerza- y, consecuentemente, la reacción -en ocasiones desmedida e irracional- conlleva un ilógico incumplimiento de obligaciones que afecta a las necesidades de la sociedad a la que unos y otros sirven, de la que unos y otros forman parte y a la que unos y otros se deben.