sE llamaba Cristina Estébanez y con solo 25 años fue asesinada el lunes en Barakaldo víctima de la violencia machista después de haber soportado "un infierno", tal y como han definido sus familiares los últimos meses de su vida. En las siempre frías estadísticas quedará que Cristina es la quinta mujer muerta en Euskadi en 2010 por esa forma de terrorismo que es la violencia de género, pero su crimen y las circunstancias en las que tuvo lugar suponen una prueba más del fracaso colectivo que, como sociedad, estamos asumiendo en la lucha contra esta lacra. En el fallecimiento de la joven vizcaina se dan al menos tres características que obligan a una profunda reflexión sobre la violencia machista y sus graves consecuencias porque forman parte de un rol que se viene repitiendo con angustiosa y peligrosa asiduidad. En primer lugar, cabe destacar la juventud tanto del agresor como de la agredida. No parece que 25 años sea una edad en la que caben comportamientos que reproducen un esquema de dominación del hombre sobre la mujer absolutamente trasnochados y propios de tiempos que no se corresponden con una sociedad del siglo XXI. Las políticas de igualdad de derechos, la educación y los comportamientos del entorno no están surtiendo los efectos deseados. En segundo lugar, la chica ya había recibido malos tratos y había denunciado a su exnovio por amenazas, lo que derivó en una orden de alejamiento que, obviamente, no se cumplió. Era tal el terror que sufría Cristina que incluso se trasladó a vivir fuera de Bizkaia durante algunos meses, prueba evidente de que sentía las amenazas como muy reales y temía por su vida. Asimismo, y como tercer elemento, la víctima había sido atendida por los servicios sociales municipales pero rechazó trasladarse a un piso de acogida porque, en buena lógica, quería mantener su vida familiar. En este contexto, lo menos que se puede decir tras el resultado de este caso es que el fracaso ha sido estrepitoso. Nadie entiende que si hay antecedentes de malos tratos, si hay denuncia por amenazas, si intervienen las instituciones y si el juez impone al agresor una orden de alejamiento -indicios palpables todos ellos de una posible agresión fatal, dadas las circunstancias- no se vigile el cumplimiento del mandato judicial. En casos como este, la protección de la víctima no viene dada solo por que la mujer denuncie y evite el contacto con quien la amenaza, sino de la vigilancia efectiva del presunto agresor. Es necesario vigilar, controlar y, en su caso, sancionar duramente el incumplimiento de una orden de alejamiento o las amenazas reiteradas. A la educación y la prevención, a la presión social -cada vez más del entorno de las propias mujeres amenazadas-, policial y judicial hay que añadir la represión con todas las medidas legales en derecho, contra los agresores para evitar que se conviertan en asesinos.
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