¿Qué tenemos que perder?
CREO que fue Xabier Lapitz el primero que clasificó las reacciones al comunicado de ETA en el que se expresa la renuncia a las "acciones armadas ofensivas", como "entusiastas, escépticas o negacionistas". Creo además que acertaba, en la medida en que la inmensa mayoría de las reacciones publicadas (individuales o grupales) pueden calificarse adecuadamente con alguno de estos términos. Pero creo también que la posición que voy a exponerles no encaja en ninguno de ellos, por lo que quizá pueda merecer, siquiera a título de curiosidad, la atención que exige la lectura de un artículo.
Vaya por delante que no dispongo de información distinta de la que proporcionan los medios de comunicación. Pudiera haber posiciones entusiastas, escépticas o negacionistas que incluso a mí podrían parecerme muy razonables, basadas en información diferente o adicional a la que yo poseo. No obstante, si me permito dudarlo, es porque lo que nos separa es más bien una cuestión de enfoque, de perspectiva.
El entusiasmo, el escepticismo o la convicción férrea de que nada ha cambiado en ETA y/o su izquierda abertzale y de que ni el comunicado ni otros gestos justifican movimientos de otros agentes políticos o sociales, se fundamenta en la mayor o menor credibilidad de las palabras de la banda armada y sus epígonos de la rama política, a los que se exige acompañamiento de "hechos" para proporcionar confianza sobre su sinceridad.
Yo no tengo por mi parte ninguna confianza en ETA. No creo en las conversiones repentinas y aunque su eventual renuncia a la violencia fuese (como parece) el resultado final de un largo proceso de maduración (lo que le daría más garantías de estabilidad), nadie, ni siquiera sus propios miembros, es capaz de prever si es una opción tan firme como para resistir posibles tentaciones de marcha atrás, cualquiera que sea el nivel de desprecio que pueda recibir de otros agentes o el nivel de provocación derivado de hipotéticas agresiones policiales o judiciales. Si uno mismo no sabe si sería capaz de mantener su conducta conforme a sus principios en determinadas situaciones límite, ¡como para confiar en que lo vayan a hacer (por mucha intención actual que tuviesen incluso) todos y cada uno de los miembros de una organización en la que la violencia forma parte intrínseca de su ser en tal medida!
Pero es que yo en política no tengo confianza en casi nadie (mejor dicho, en las afirmaciones de casi nadie). Demasiadas veces se acusan los diferentes partidos unos a otros de incumplir palabras y compromisos (hasta el punto de que la caducidad del yogur ha sido repetidamente utilizada como metáfora de su valor) como para creer que merecen todos ellos, (o incluso que la merece alguno) total credibilidad en lo que respecta a que lo que dicen se corresponda realmente con lo que piensan. En demasiadas ocasiones da la impresión de que se dice, en lugar de lo que se piensa, lo que se cree que hay que decir, lo políticamente correcto. Pocos líderes y partidos, si es que lo haría alguno, superarían el test de confianza entre los no militantes o adheridos firmemente a sus planteamientos.
Incluso si va a exigirse como requisito previo para el diálogo, tal vez convenga por un momento pensar en si a los ojos de la otra parte pueden merecer crédito nuestras profesiones de fe en la democracia, los derechos humanos y el respeto a la voluntad popular en un marco de ilegalizaciones, violaciones injustificadas del derecho a presentarse a las elecciones de personas penalmente no sancionadas y restricciones selectivas de la libertad de expresión y manifestación a determinados sectores ideológicos que no se mantienen respecto de otros.
Por eso creo que la perspectiva de la "confianza" es errónea a la hora de obtener conclusiones y actuar respondiendo al comunicado de ETA. No se actúa así en política. Se exigen prendas y garantías, naturalmente, pero aunque no se confíe en la sinceridad de la contraparte (y tenemos muy recientes ejemplos de desconfianza en el cumplimiento de un pacto manifestada pocos días después por alguno de los firmantes) se procura hacerla esclava de sus palabras, hacer que cualquiera que fuese en origen y sea ahora su intención verdadera, no pueda echarse atrás del compromiso asumido so pena de sufrir lesión insoportable en su prestigio o respaldo social interno o externo. Esto es lo que creo que hay que conseguir, que sean cuales sean los motivos y la intención que llevan a la banda terrorista a renunciar parcialmente a la violencia, le sea imposible la vuelta atrás y, si cabe además, que esa renuncia devenga total, permanente e irreversible.
No se equivoquen, soy el primero en desear que haya una convicción sincera y firme detrás y en reconocer su valor, soy el primero en desear incluso que llegue hasta donde la ven los entusiastas a que Lapitz se refería aunque no se haya manifestado tan claramente aún, pero creo que no debemos esperarla para actuar. Las cosas no caen del cielo. Los sueños, sueños son y el paraíso algo muy distinto al mundo en el que vivimos. Nos corresponde a nosotros, a nuestro trabajo, acercarlos a la realidad y hacer que se parezca algo más nuestra sociedad a aquella que desearíamos.
Si la violencia es realmente un problema tan relevante como decimos y la paz un anhelo tan manifiesto en la sociedad vasca, están de sobra en puestos de responsabilidad los que confiesen no saber qué hacer o no estar dispuestos a hacer nada por conseguir que callen las armas y dejen de odiar los corazones. Están ocupando puestos en los que podrían estar personas dispuestas a arriesgar (y eventualmente equivocarse) en pro del interés de todos. ¿Qué político puede decir al mismo tiempo que la paz es lo más importante y que no está dispuesto a poner nada de su parte para conseguirla?
La unilateralidad de la decisión actual de los terroristas de poner fin (temporal) a sus acciones armadas "ofensivas", (como si no lo fuesen todas) por muy insuficiente (que lo es), tardía (que también) e insegura que nos parezca, ofrece la oportunidad de realizar gestos que acrediten no ya que sucesivos pasos de la banda armada recibirán premio, (que no es el caso) sino que las medidas excepcionales adoptadas porque la violencia existe no tienen sentido sin ella y que cabe creer en la sinceridad de nuestra profesión de fe democrática. Acrecentar el nivel de nuestra credibilidad en este terreno (haya o no motivos para ponerla en duda) es un bien en si mismo y todo lo que pueda hacerse en esta línea resulta no sólo recomendable sino obligado.
Ya oigo a los escépticos oponer legítimamente experiencias fracasadas anteriores, fraudes a ilusiones y expectativas previas y riesgos múltiples, pero el beneficio es potencialmente tan grande...
Difícilmente constituyen fracasos anteriores obstáculos insuperables a seguir intentándolo. Mal andaríamos en nuestra vida cotidiana personal o grupal si nos rindiésemos a la primera. Difícilmente puede ponerse en la balanza una decepción personal o colectiva, un personal sentimiento de engaño, al mismo nivel que la garantía de continuidad de la renuncia a matar, perseguir o amenazar. ¿Hasta ese punto puede llegar el nivel de nuestro ego u orgullo? Y difícilmente puede argumentarse riesgo distinto del de que la cosa salga mal y hayamos malgastado un nuevo intento, el resto no está en nuestras manos.
Realmente ¿qué tenemos que perder? ¿Que no lo conseguimos? No será la primera vez. ¿Que la voluntad de dejar las armas no es sincera? Lo habremos dejado claro a quien tuviese dudas, que no sea por nuestra culpa. Tal vez sembremos así también la semilla de una voluntad más fuerte y respaldada en un futuro. ¿Que lo que se pone encima de la mesa son imposiciones a la voluntad popular a modo de contrapartidas? Pues habrá que dejar claro una vez más que por ahí no pasamos. No será inútil que comprueben quienes piensen en tentarla la firmeza tan fundamental de nuestras convicciones. Pero si alguien cree que se peca por hacer guiños al diablo para conseguir la paz, que sepa que algunos creemos precisamente lo contrario. Y que en todo caso lo pecaminoso suele venir después del guiño.