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De acuerdo en la derrota

Los sindicatos pueden esgrimir la ilusión de un inverosímil futuro cambio de orientación del Gobierno y éste un inconcebible posterior convenio con aquéllos, pero de la huelga de ayer sólo se extrae el éxito de nadie, mucho menos de los trabajadores

MÁS allá de la consabida guerra de cifras entre sindicatos, gobiernos y organizaciones empresariales que si algo hacen, además de enmarañar la capacidad ciudadana de discernimiento, es resaltar la diferencia entre la sociedad vasca y la sociedad española también en cuanto a respuesta y apoyo a las opciones sindicales; de la huelga general convocada ayer en el Estado por CC.OO. y UGT -con mínima incidencia en la CAV- sólo se puede extraer el éxito de nadie, quizás porque ya a priori sindicatos y Gobierno español estaban de acuerdo en el fracaso. Las centrales sindicales pueden elevar hasta el 70% el nivel de seguimiento y el Gobierno puede limitarse a ofrecer los datos del paro en la Administración Pública (entre el 7% y el 12%), pueden también unos y otros arrojarse la responsabilidad de los incidentes (60 detenidos en el Estado) achacándolos al "acoso policial" y los "servicios mínimos" o a la coacción de "piquetes ilegales" y pueden también aquéllos ampararse públicamente en la ilusión de un más que inverosímil futuro cambio de orientación en el Ejecutivo y éste escudarse en la de un inconcebible posterior acuerdo con los sindicatos; pero ambos saben que de la huelga general de ayer sólo se puede sacar de positivo aquella conclusión de Saramago que igualaba la derrota al triunfo porque ni la primera ni el segundo son nunca definitivos. En realidad, el Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero tenía y tiene asumido su distanciamiento de la mayoría de la sociedad -y su efecto electoral- por la inhábil gestión económica y la política de recortes sociales y reformas laborales y los sindicatos que lideran Ignacio Fernández Toxo y Cándido Méndez han interiorizado su incapacidad para vehiculizar ese descontento tras haber participado y apoyado primero el intento de "diálogo social" a tres bandas -previsiblemente inútil- con el Ejecutivo y los empresarios y por no haber podido frenar después una reforma laboral contra la que, además, han planteado una huelga sin más efecto posible que la protesta en sí, por cuanto llega después de que ya haya sido aprobada. La huelga y la contrahuelga estaban ambas llamadas a fracasar porque quienes han convocado el paro y el Gobierno que lo soporta comparten no ya una primitiva afinidad en su difuminada ideología, sino sobre todo la responsabilidad de haber llegado a la situación que, en teoría, originaba la convocatoria y se reparten asimismo la desafección -todavía más evidente en Euskadi- de la mayor parte de la sociedad. La cuestión no es, en definitiva, si en el cómputo de la jornada, en esa guerra de datos implícita a toda huelga general, ha triunfado la derrota de unos o la de otros, sino que unos y otros se hallan en realidad derrotados para ofrecer ni siquiera atisbos de solución a los problemas que afectan a los trabajadores, entendido este término en su más amplio sentido y alcance social.