LA expulsión masiva de ciudadanos europeos de etnia romaní y origen búlgaro y rumano -ocho mil durante el presente año- por parte del Gobierno francés que preside Nicolas Sarkozy ha vuelto a poner en cuestión la capacidad de la Unión Europea (UE) para forzar el cumplimiento de la normativa comunitaria y, en su caso, dirigir o evitar aquellas políticas de sus Estados miembros que la eluden o incumplen. El agrio debate, incluido un enfrentamiento verbal directo entre Sarkozy y el presidente de la Comisión Europea (CE), José Manuel Durao Barroso; y la desautorización general por parte de los gobernantes a las críticas emitidas por la comisaria de Justicia de la CE, Viviane Reding, que es quien debe vigilar el cumplimiento de las leyes europeas; son sólo una muestra más de las resistencias que la UE encuentra en los poderes estatales y la confirmación de que Europa precisa un modelo distinto de desarrollo, basado no en las estructuras del poder estatal sino en la cercanía a los ciudadanos que la componen a través de instituciones más próximas. Pero el caso de las expulsiones de gitanos por Francia -que cuenta con antecedentes en otros países, también en el Estado español, y respecto a otras etnias- cuestiona algo mucho más importante que la mera práctica europea: el mismo espíritu original que ideó, gestó, impulsó e inició la formación de un cuerpo político europeo único. Más allá de la dialéctica respecto a si la actitud de Francia incumple legalmente la directiva europea sobre libre circulación y si elude trasponer las garantías materiales y de procedimiento previstas en la citada ley-marco europea; lo que se ha trasladado al seno de la UE es el debate global sobre la prioridad entre seguridad y derechos. Francia, cuna de estos últimos, ha introducido en el corazón de Europa, que históricamente se ha distinguido como baluarte en la defensa de éstos, la disyuntiva que Estados Unidos impuso al mundo durante el mandato de George Bush en los primeros ocho años de este siglo (quizás incluso antes) y en la que, cara al exterior, la UE ya participó siquiera a regañadientes y dividida. Ese debate contamina ahora el interior de la Unión y los principios originales de la misma. Y no lo hace por una necesidad común que sin embargo tampoco explicaría la ruptura de Europa con las razones de su génesis, sino que, al igual que en el caso estadounidense, se fuerza por mera conveniencia electoral y sin calibrar las consecuencias que generará más allá no ya de los intereses particulares de Sarkozy sino de los intereses y límites de Francia. El presidente francés, con su actitud, ha colocado a la Unión Europea ante su propio espejo: puede conformarse como un modelo de contrapoder siquiera moral frente a quienes anteponen la seguridad o puede sacrificarse a sí misma sucumbiendo junto a los derechos que le dieron razón de ser y que siempre ha defendido.
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