aLGO muy serio está pasando en la Iglesia católica para que personalidades de gran altura intelectual y con mirada propia en torno a la aportación que representa la fe como respuesta ante los complejos problemas de las sociedades modernas estén quedando relegadas. Hay algo preocupante detrás de la decisión del teólogo franciscano Joxe Arregi de abandonar los hábitos tras toda una trayectoria dedicada a la enseñanza a la investigación y a la divulgación de la fe. Su decisión es la culminación de una estrategia muy definida por parte de los actuales responsables de la Conferencia Episcopal que, a lo largo de las últimas décadas, ha ido inoculando sospechas y abriendo procesos de castigo hacia las voces que no comulgaran con una doctrina caracterizada por su dogmatismo y conservadurismo. Aunque parece quedar lejos la etapa de José María Setién al frente del Obispado de Gipuzkoa, las maniobras orquestadas por la jerarquía católica y el Partido Popular -en el gobierno en aquel entonces-, para levantar todo tipo de sospechas en torno al prelado por supuestas connivencias con el terrorismo, lograron colocar la primera piedra de lo que sería una calibrada estrategia para desmantelar la singularidad de la Iglesia vasca. Una Iglesia arraiga a la tierra, a las preocupaciones del país y en sintonía con los tiempos y con el paso de los mismos. Una Iglesia a la que profesaban un hondo respeto incluso sectores ajenos a la fe católica. Una Iglesia, la vasca, que había conseguido ser un agente tan discreto como activo en la vida de Euskadi. Todo eso, logrado con el trabajo diario de muchos años, da la sensación de que se pierde como el agua en un grifo mal cerrado. En los últimos años han cambiado los obispos de las cuatro diócesis (Pamplona-Tudela, Bilbao, Vitoria-Gasteiz y Donostia) hasta el día de hoy en el que todos los que ostentan este cargo han terminado siendo de la plena confianza del presidente de la Conferencia Episcopal, incluso en contra de la opinión mayoritaria de los fieles de cada territorio. En medio se han sucedido otros capítulos no menos graves como la exigencia realizada al vicario José Antonio Pagola de que "adaptara" algunos términos de su profunda investigación histórica y teológica en torno a la figura de Jesús, o el silencio impuesto al franciscano Joxe Arregi por sus críticas sobre el nombramiento de Munilla. En medio de estos atropellos habría que destacar también la movilización activa de la iglesia de base, que ha querido levantar su voz ante una deriva que rompe con el silencioso trabajo desarrollado en las últimas décadas. El abandono de la vida religiosa no supondrá, en el caso de Arregi y en el de muchos otros, olvidar principios ni apartarse de la fe. Sólo supondrá que la Iglesia será, a partir de ahora, menos plural y estará más alejada de sus feligreses y de la realidad.
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