eN la novelita sin pretensiones titulada Patagonia Express, el escritor chileno radicado en Asturias Luis Sepúlveda relata un delicioso episodio vivido en esta zona extrema del cono sur americano, entre Argentina y Chile. Con atrapadora narrativa, cuenta el denominado "Décimo octavo campeonato de mentiras de la Patagonia". Está claro que no todo campeonato esperpéntico es algo supermoderno ni producto de mentes frikis. Tras detallar la estrambótica mentira de uno de los competidores y mientras, felices, los gauchos siguen con sus falaces relatos junto al fogón, el protagonista de la novela decide dar un breve paseo con uno de los patagones bajo un cielo cuajado de estrellas. En un momento, le pregunta:
-"¿Y este cielo? ¿Y todas estas estrellas, Baldo? ¿Son una mentira más de la Patagonia?
-Y qué importa. En esta tierra mentimos para ser felices. Pero ninguno de nosotros confunde la mentira con el engaño". Fin del capítulo.
Confundir la mentira con el engaño es algo muy común. Ya el maestro poeta Antonio Machado nos ilustró con aquello de "todo necio confunde valor y precio". No confundamos, pues.
Según el diccionario de la RAE (incluso en su risible última edición), "mentira" es la "expresión o manifestación contraria a lo que se sabe, se cree o se piensa". Por el contrario, el engaño es "dar a la mentira apariencia de verdad". Tiene alguna otra acepción: "inducir a alguien a tener por cierto lo que no lo es, valiéndose de palabras o de obras aparentes y fingidas" o "producir ilusión, sobre todo óptica". Hay otra que me encanta tanto como me inquieta, porque es evidente que causa furor: "cerrar los ojos a la verdad, por ser más grato el error".
Desde hace algo más de un año, Euskadi y sus ciudadanos vivimos en un oasis. No lo digo yo. Lo dice el lehendakari, máximo representante terrenal en estos lares. Como, evidentemente, eso no es verdad y hasta el propio Patxi López lo sabe aunque repite el soniquete cada vez que tiene ocasión, debemos descubrir si se trata de una mentira como la que cuentan los gauchos a la luz de las estrellas -sean perseidas, fugaces, espectros o agujeros negros- o de un engaño, de un embuste que se nos quiere colar de matute. Otra cosa es para qué.
Probablemente, esto del oasis sea uno de esos presuntos hallazgos de algún laboratorio lingüístico en los bajos del marketing político. Los "oasis" son (¡ay, Real Academia de la lengua, qué sería de nosotros sin tu sapiencia infinita!), por definición, un "sitio con vegetación y a veces con manantiales, que se encuentra aislado en los desiertos arenosos de África y Asia". Si este gobierno del cambio aún no nos ha trasladado de continente -que todo podría ser-, diremos que esta definición no nos sirve, salvo como alegoría, como representación clara y directa que se nos proyecta en la mente de lo que significa un oasis. Lo hemos visto en las películas. Hay una segunda acepción interesante: "Tregua, descanso, refugio en las penalidades o contratiempos de la vida". Enternecedor.
Jamás he visto un oasis, salvo en las descripciones de los libros y en el cine. Es la representación de la excepcionalidad por antonomasia: un vergel en pleno desierto. Nótese que "excepción" es el antónimo, justo lo contrario, de "normalidad".
¿Vivimos los vascos en un oasis? A falta de otras herramientas más allá de lo que uno mismo ve, percibe, oye, siente y padece, echaremos mano del Euskobarómetro. Tanto por lo que dice como por lo que no dice y, sobre todo, por las explicaciones que se nos han dado sobre sus resultados. A saber: cuatro de cada cinco vascos tienen una valoración negativa de la gestión de Patxi López; casi el 60% de la población desconfía de que este gobierno pueda resolver los problemas del país; el 63% está en desacuerdo con el pacto PSE-PP; hay una caída histórica en la preocupación ciudadana por la violencia, mientras que crece la inquietud por el empleo y la situación económica? ¿Qué se nos dice, ante estos datos demoledores, desde el Gobierno y el PSE? Pues que avanza "la serenidad del debate político", que hay mayor libertad y menor miedo, que se afianza "el cambio de cultura política", que se constata que las preocupaciones ciudadanas son "las normales", las que tienen que ver con la economía y la crisis? y todo esto es positivo. El oasis, vamos.
¿Es tan difícil de entender y de expresar que es absolutamente lógico que tras más de un año sin atentados mortales de ETA y con movimientos esperanzadores iniciados de manera unilateral en la izquierda abertzale nos preocupemos extremadamente por el paro y la crisis, incluso más aún si comprobamos, con el Euskobarómetro, que el 72% de los vascos opinamos que este Gobierno está haciendo "poco o nada" frente a la crisis? ¿Cómo no nos vamos a preocupar si desconfiamos de quienes teóricamente tienen que arreglar las cosas? Pues no, señores, según los exégetas de este Gobierno, lo positivo es que estemos preocupados por eso, y no por zarandajas como la violencia o la "matraca identitaria". No esa matraca de banderas rojigualdas, de la Roja, de la Vuelta a España -qué bonita alegoría: volver a España- , del I need Spain, de las mil identidades de los vascos, de la normalidad.
El trampantojo es una bella técnica artística -sobre todo pictórica- que busca eso, mentir al ojo mediante ingeniosos procedimientos de perspectiva y ópticas. Miente, pero no engaña: quien lo contempla, sabe a qué se enfrenta, conoce el juego, igual que los patagones del campeonato de mentiras. Nadie confunde la mentira con el engaño. En Euskadi no existe la tradición del trampantojo, no hay grandes artistas que hayan cultivado esta técnica. Quizá por eso lo detectamos a la primera, pero no lo practicamos.
Los desiertos, por contra, son lugares extremos en los que algunos llegan a experimentar visiones, ilusiones ópticas que asumen como reales. Espejismos. Imágenes de algo que no existe, pero que alguien autoasume como real. A buen seguro porque su mente quiere verlo así. Es frecuente en estos casos ver literalmente fértiles oasis donde sólo existe arena y más arena. Dicen que el desierto es el lugar ideal para conocerse a sí mismo. Y puede que no guste. Engañarse a sí mismo es fácil. Basta mirar la arena y creerse sus propias mentiras. O sea -con la RAE-, dar a la mentira apariencia de verdad. O, lo que es peor -sobre todo si se trata de alguien con alta responsabilidad-, "inducir a alguien a tener por cierto lo que no lo es, valiéndose de palabras o de obras aparentes y fingidas". Aquí y en la Patagonia.