LA normalidad -ésta sí en sentido estricto- presidió ayer, como no podía ser de otra manera, la jornada en Catalunya, donde cerca de 700.000 ciudadanos estaban llamados a las urnas en 116 municipios en la que se ha dado en llamar consultas soberanistas o independentistas. "¿Está usted de acuerdo con que Catalunya se convierta en un Estado de Derecho independiente, democrático y social integrado en la Unión Europea?" Esta ha sido, literalmente, la pregunta a la que 200.000 catalanes respondieron ayer que sí. En las urnas. Más allá de la participación y de la interpretación de los resultados de las consultas, hay varias cuestiones de relevancia que los grandes partidos estatales (PSOE y PP) y las instituciones, sobre todo el Gobierno español, debieran tomar en cuenta si no quieren correr el riesgo de ignorar una realidad que aunque les supere no deja de estar presente, y no sólo en Catalunya. Pero eso es algo que está por ver, aunque, como en tantas ocasiones, las declaraciones y reacciones habidas hasta ahora no auguran un necesario cambio de actitud. Ya lo evidenció el propio presidente español, José Luis Rodríguez Zapatero, que quiso despachar el asunto con su habitual displicencia en estos casos al asegurar que las consultas "objetivamente, no van a ningún sitio". Más explícita, la vicepresidenta Fernández de la Vega aseguró que "no tienen validez, ni consecuencia jurídica alguna, ni se ajustan a la ley, ni a la Constitución". Aun así, y sabiendo perfectamente que su papeleta, en efecto, no tenía validez jurídica vinculante, 200.000 catalanes han acudido a las urnas, a opinar. A depositar su papeleta, como se hace en democracia. Si algo ha puesto de relieve esta iniciativa civil, ciudadana, popular y absolutamente democrática en el seno de la nación catalana es que las aspiraciones de un pueblo no pueden ser permanentemente ignoradas, ocultadas o simplemente frenadas a la fuerza, al menos de modo indefinido. Catalunya vive en los últimos años, y sobre todo en los últimos meses, en una convulsión derivada del desprecio con el que se ha tratado su voluntad soberana, expresada en su voto al Estatut, y que, si no cambian mucho las cosas, el Tribunal Constitucional está a punto de tirar por los suelos. No cabe duda de que las consultas celebradas ayer son consecuencia de este estado de ánimo de los catalanes, comprensiblemente indignados por esta situación. Y es muy posible que la en principio considerada anécdota de Arenys de Munt y su continuación ayer no sea más que el principio de algo más. Ninguna situación es equiparable, y por ello nadie debiera intentar imitar la iniciativa catalana en Euskadi. Pero, como recordaba ayer mismo la prensa internacional, los "deseos de emancipación" de Catalunya, Euskadi, Flandes y Escocia están latentes. Las consultas de ayer no son sino el termómetro de una situación.