Santiago y el azul Bilbao
EN cierta ocasión en aquella que fue su gran casa, la obra de su vida, alguien llego al Perro Chico , con hambre de siete días. Aun así pidió una cena ligera, “pues ya es tarde”. Y Santi (Santiago Díez Ponzoa, desvelemos ya su identidad...), rechazó categórico la propuesta: “Qué más da la hora que sea, mujer, ¡el estómago está siempre a oscuras!”, dijo. Esa es una de entre un millón de las anécdotas que Santiago vivió en El Perro Chico, conocido como el restaurante de los artistas. No en vano en sus mesas dio de comer a gente como Brad Pitt, Carolina Herrera o Frank Gehry, que llamaba desde Estados Unidos para reservar mesa.
Pero hubo un Santiago anterior a los años 80. Regentaba la librería Tango, en la calle Gregorio de la Revilla. Libros y discos, y en las noches de presentaciones casi siempre caía allí la última copa de la noche (léase que no digo la penúltima, ya eran unas horas que...). Arruinado por la cultura -los libros y discos le dieron más satisfacciones y amistades que dinero...-, su siguiente apuesta fue tremenda: abrir un restaurante en tierra hostil, en los pantanosos rincones a los que acudían yonquis y drogadictos. ¿Cómo saldría de aquel atolladero...? No parecía reservado para el proyecto un porvenir rosado como el revés de un naipe, pero el azar no contaba con la carta comodín: el efecto Guggenheim. La decisión de Gehry de consagrar su cocina cuando comía en Bilbao fue un paso de gigante. Eso y una merluza frita que, al decir de quienes la probaron, era un manjar de dioses. O al menos de Neptuno, dios de los mares.
A lo largo de los más de veintiocho años de vida de El Perro Chico pasaron por aquellos manteles tres premios Nobel: Vargas Llosa, Manuel Elkin Patarroyo y José Saramago. Y cuenta la leyenda que en una misma noche tuvieron a Frank Gehry, Dennis Hooper, Jeremy Irons y Laurence Fishbourne, de Matrix, sentados en el mismo local. Grandes nombres y, por encima de ellos, Gehry. Les desvelaré un secreto antes de que me tilden de pesado. Una de las características menos conocidas del museo es la de que sus cuarteles generales están pintados de azul Bilbao, que no es ni azul marino ni azul cielo, es azul puro y limpio. La fórmula bilbaina posee una pizca de azul cobalto, se añade un poco de azul añil y mucho blanco titanio, todo ello bien batido. Pues este color se inspiró en este restaurante, en un azulejo que tiene 112 años, y que, junto al suelo hidráulico, son los originales de esta casa. Era un tipo de azulejo hecho a mano, propio de las casas pobres de Bilbao, de los portales y las cocinas.
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