Para la hostelera Josune Doiz el de ayer martes fue un día especial, repleto de emociones y rodeada de amigos. Después de 32 años al frente del bar Geltoki de Unamuno, en el Casco Viejo, a Josune le ha llegado el día de jubilarse, pero lo hace contenta porque deja su negocio en manos de profesionales del sector que saben que van a seguir dando un servicio de calidad a los clientes con los que ella ha estrechado lazos de amistad y también de complicidad. "Me jubilo, pero seguiré viniendo al bar porque aquí me siento a gusto y tengo mi mesa".

Empieza una nueva etapa.

— Así es. Ahora tengo a la vista la boda de una de mis hijas y estoy con mucho lío, pero feliz.

¿No cree que se va a aburrir?

—¿Aburrirme? Para nada. Ahora voy a disfrutar del ambiente del Casco Viejo aún más si cabe. Tengo muchas cosas por hacer.

¿Qué le ha ofrecido la hostelería?

—Para mí lo ha sido todo. Empecé siendo una niña en el bar que mis padres tenían en la calle Urrazurrutia y, en el Geltoki he estado 32 años.

Hostelera por vocación.

—Totalmente.

Ahora hay falta de profesionales en la hostelería.

—No voy a negar que es una profesión sacrificada, pero también enriquecedora. Durante tres décadas he enseñado a muchas personas que ahora me atienden en otros bares. Eso me satisface una barbaridad, me emociona. ¿Por qué hay falta de camareros? Las razones pueden ser muchas. Hay que tener ganas de trabajar y de aprender.

¿En su caso ha contado con un buen equipo?

—El mejor. Si he llegado a donde estoy es por la gente que he tenido a mi lado. Por ejemplo, Marisa empezó a los 17 años a trabajar conmigo y, ahora, con 55 continúa detrás de la barra con las mismas ganas que el primer día.

¿Qué debe tener un buen camarero o camarera?

—Paciencia. Detrás de la barra hay que ser psicóloga y saber lo que quiere cada cliente.

Josune ha visto la transformación del Casco Viejo y de Bilbao.

—Uf, sí. Cuando abrí el bar no había metro, ni Museo Guggenheim, ni a Bilbao venían turistas. Era una ciudad gris, pero igual de maravillosa. Entonces, nos visitaba la gente de las comarcas que, con sus mejores galas, venían a la capital a hacer compras. En el Casco Viejo se concentraban un montón de buenos negocios que atraían a muchos clientes. Los domingos, después de misa, la gente se sentaba a tomar sus marianitos.

¿Cómo recuerda la llegada del metro?

—Eso ha sido uno los grandes proyectos, aunque reconozco que durante mucho tiempo tuve delante del bar una valla por las obras del metro que me hicieron bastante pupa. Pero aquello ya pasó. Solo me quiero quedar con los buenos momentos vividos y con todo lo que he me ha ofrecido este trabajo.

¿Cómo se defiende con el inglés?

—(Risas).

El Bilbao actual ha cambiado y ahora vienen turistas.

—No necesito el inglés. Nunca he tenido problemas para entenderme con ninguno de los turistas que han visitado mi bar.

La mímica es el idioma universal.

—Sí, sí. Mira, en una ocasión llegó una turista americana que quería que le preparase una tortilla de patata. ¿Sabes cómo me lo dijo?

¿Cómo?

—Se puso a cacarear como una gallina. Así supe que quería tortilla.

Maravilloso.

—Es que tengo tantas historias detrás de la barra... He aprendido a ver, oír y callar. Hay cosas que se irán conmigo a la tumba.

¿Se jubila con pena?

—No. Me preocupaba quién iba a coger las riendas del negocio y me voy con la tranquilidad de que queda en buenas manos. No sabes lo importante que era eso para mí.

¿A quién quiera dar las gracias?

—A mis clientes que en los buenos y en los manos momentos han estado ahí. Gracias a ellos he sacado la vida adelante (se emociona).

Suerte.

—Se me seguirá viendo en el Geltoki.