El retorno de Mapi al albergue
Una usuaria de Elejabarri y el responsable del centro dibujan la cruda realidad de las personas sin hogar
Bilbao. Mapi sale del albergue de Elejabarri y se apoya en un murete. Tiene 57 años, la boca ajada por la epilepsia y un cigarro en la mano que no termina de encender. No tiene prisa porque no tiene a dónde ir. Sin familia ni trabajo, regurgita su vida al primero que se interesa por ella. Y no escatima en detalles. Lo mismo te cuenta que su madre nunca se ocupó de ella que habla de su supuesto matrimonio de conveniencia con un argelino o describe sus ataques. "Pierdes el conocimiento, te meas, te muerdes. Te tienes que poner algo porque si te tragas la lengua, te mueres. Caput".
Ella ha sobrevivido a su enfermedad. Y a sus circunstancias, aunque a duras penas. Criada por su abuela en Zamora, era una niña rebelde -de esas que se gastan el dinero del pan en golosinas- a la que no le gustaba estudiar. A los 19 años le atizó la epilepsia y a los 22 se casó por primera vez. Por amor. "Mi marido nunca me pegó, pero parece que, en lugar de con él, me casé con mi suegra. Solamente me faltó follar con ella. Perdona que te lo diga", se disculpa, porque Mapi no tiene "la tarjeta de escolaridad", pero sí educación. "Estando yo embarazada comía en mi habitación y ellos, en un comedor", esboza uno de los muchos desaires que, dice, sufrió por parte de su familia política.
De casa de sus suegros se fue un día dejando atrás a sus hijos muy pequeños. "Era epiléptica, no podía cuidarlos". Y empezó en Madrid su caída libre hacia la exclusión. Ella, que al ver a una chica metiéndose un pico le preguntó que si estaba enferma. "Qué novata estaba yo, me dirían pueblerina". Dormía en la calle, al lado de la estación de Chamartín. "Había un guarda jurado que me dejaba la llave del cuarto de baño para asearme y lavar la ropa. Se quedó alucinado conmigo: Qué limpia es esta mujer, aunque duerma en el suelo, con un cartón. Y la otra gente sucia, llena de mierda".
De cuando en cuando Mapi regalaba consejos a sus compañeros de cielo abierto. "Yo me pensaba que era la única y cuando llora en mi regazo un niñato, digo: Quítate de la droga. Matarías a tu madre, si te ve así. Disfruta la vida, puedes estudiar, buscar trabajo y si has estado en la cárcel, te darán una segunda oportunidad. Los seres humanos tenemos un corazón. Hay gente que es buena". Como el guarda jurado de Chamartín. Cuando Mapi encontró trabajo fregando platos en un bar, fue a visitarlo. "Me abrazó y le di las gracias por la educación con la que me había tratado".
Terminado su contrato, desembarcó en Bilbao a mediados de los ochenta, en una noche de contenedores tirados. "Me quedé flipada. Droga por un lado y por otro". Venía buscando empleo, pero la cosa, dice, se torció, así que se fue a la vendimia, recaló un tiempo en Barcelona y regresó de nuevo a la capital vizcaina, donde lleva ya veinticinco años, entre pensiones de mala muerte, albergues y un piso de protección, del que, tras varios incidentes, fue desahuciada. "Me hundí mucho. Toqué fondo".
Las asistentas sociales le prepararon las maletas para llevarla al albergue. Y ella fue a regañadientes. "¿Otra vez al albergue? No, por favor. ¿Qué quieren, que me vuelva majareta? Estoy amargada de estar en un albergue. Llevo ya tres meses", refunfuña. Como si tuviera otra alternativa. "Dicen que es provisional, hasta que vaya a un piso tutelado para que me controlen el dinero. Y si tengo que comprar un champú, ¿qué? ¿También tengo que darles el recibo? Antes yo he vivido sola y me he sabido administrar, pero ahora estoy nerviosa y no sé, me gasto todo lo que quiero. Le dijeron a la asistenta que jugaba a las tragaperras. Tres veces he jugado y porque me han viciado. Le he jurado por mi familia, que está bajo tierra, que jamás volveré a tocar una máquina, porque la máquina no da de comer a nadie. Te trae problemas", sentencia.
Con una minusvalía del 72%, Mapi tiene los huesos de las manos deformados y los pies hinchados por el ácido úrico. De todo, se diría que lo que más le duele es el alma. "La vida es muy bonita para disfrutarla y tener amigos. Yo no la he disfrutado. Pero no hay que reírse de lo ajeno, porque te puede pasar a ti lo mismo. Puede ir tu trabajo a pique y ¿qué pasa? Tienes que salir a flote, no hundirte. Yo estoy hundida", confiesa.
Del pozo la saca fugazmente un recuerdo de su juventud. "Mi abuela me compró una guitarra y aprendí a tocar Dicen que somos dos locos de amor...", tararea. Le brillan los ojos. "Mi vida es como una novela, pero no es una novela, es la historia mía verdadera". "Un placer conocerla", se despide amablemente y, antes de dar dos besos, lanza una pregunta que sacude conciencias. "¿No te daré asco, no?".
Txema Duque > Urgencias sociales
"Quien piense: Qué bien, comer y dormir gratis, que pruebe"
Dice Txema Duque, jefe de sección de Inclusión y Urgencias Sociales en el Ayuntamiento de Bilbao, que calcular cuántas personas sin hogar hay en la capital vizcaina es una "pregunta de tesis doctoral" porque van de aquí a allá y pernoctan tanto en una chabola en la ladera de Artxanda como en una fábrica en Zorrozaurre. No obstante, arroja una cifra. "Entre 150 y 200 personas están en una situación de calle o similar. Pudiera ser que haya más, pero se nos escapa. A esto hay que sumar las que están en recursos residenciales temporales". Como Mapi, usuaria del albergue municipal de Elejabarri, que tiene 81 plazas, más otras 28 de larga estancia convenidas con Cáritas. "Ahora tenemos dos niños, pero lo evitamos al máximo", dice Duque. La mayoría de mujeres con hijos que alojan son extranjeras que llegan de noche y no consiguen contactar con sus compatriotas. "Les atendemos como una situación de emergencia y al día siguiente se trata de encauzar la situación".
En el servicio municipal de Urgencias Sociales, ubicado en Mazarredo, realizan entre 80 y 90 entrevistas diarias a personas que acuden en busca de alojamiento, alimento y vestido. Algo más del 70% de los solicitantes son inmigrantes. Será por eso que en la recepción del albergue de Elejabarri cuelga un cartel de prohibido escupir en cinco idiomas. "En 2010 hubo mucho aumento de demanda de comedores sociales. De hecho, tuvimos que ampliar 50 cenas y 50 comidas", detalla Duque. Este año, en cambio, la demanda está "bastante contenida". "El número de casos nuevos está estable, pero notamos que la gente no renueva el carné de comedor. Eso nos hace pensar que vienen, están poquito tiempo y se van. Se nota que hay mucha movilidad".
La falta de trabajo y el hecho de que ahora se pidan tres años de empadronamiento para cobrar la Renta de Garantía de Ingresos invita a seguir camino. "Algunos se van para el norte de Europa. Es gente que puede trabajar perfectamente y a lo mejor encuentra algo. Otros regresan a sus países de origen. Parece que un grupo importante de sudamericanos está volviendo", explica este responsable municipal. La crisis está pasando una factura bien abultada a los inmigrantes e incluso los que habían logrado levantar cabeza están volviendo a caer estos dos últimos años. "Hay gente que estaba ya viviendo por su cuenta, en pisos compartidos, con algún trabajillo y pierden el empleo, en un mes o dos se les acaban los ahorros, pierden el piso o la habitación y están en la calle otra vez".
Pese a que hay un pequeño grupo de personas, fundamentalmente autóctonas, con adicciones o enfermedades mentales, cuya situación "es crónica o de larga duración", nadie quiere vivir del cuento. "Tenemos más picaresca en si queremos la factura con IVA o no que en nuestros servicios sociales dedicados a exclusión grave. Quien vea esto como qué bien, dormir y comer gratis, que pruebe y a ver qué tal".
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