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Aintzane Aguirre Zabala: La orden de aita, no perder la muñeca

Aintzane Aguirre Zabala: La orden de aita, no perder la muñeca

bilbao - Conocí a Aintzane hace muchos años en las oficinas del Gobierno vasco en París. Me agradó su cortesía, la fresca y sonrosada piel de su rostro y, sobre todo, la amabilidad de su sonrisa que iluminaba sus ojos claros y burbujeaba en sus labios. Hablamos del doloroso Exilio del pueblo vasco, de la dificultad del retorno, de aquel sentirse prisionera de dos patrias. Como le respondí que en mi caso eran tres por parte de América, ella sonrió con más amplitud y replico con viveza, que desde que su aita el Lehendakari fue salvado por los cónsules americanos de la ocupada Europa de su tiempo, y pudo absorber libertad en América que le reconoció como presidente de un pequeño y bravío país que defendió la democracia en una Europa militarista, todo vasco tenía que sentirse americano. Es una obligación honorable, musitó con una sonrisa.

Muchos años pasaron hasta que la volví a ver, en Gazteiz, precisamente en un Congreso de Centros Vascos Americanos. Volvimos a incidir en nuestra primera conversación en la lejana París. Hemos recobrado país, pero seguimos siendo pueblo de exilio, comentó. Me fue hablando del día en que salieron, ella y su familia, de Berlín. Aunque era demasiado pequeña para recordar con exactitud los tejemanejes de aquella despedida y de cuanto se jugaban no solo su aita sino la familia y los cónsules en aquella aventura, ella sí que sabía una cosa, y es que en su pampiña de trapo, deslucida, desteñida por las lagrimas que en la noche derramaba sobre ella, llevaba un tesoro valioso que nadie debía conocer. La orden de aita era no perder de vista a la muñeca, sino estrecharla todo el tiempo contra su pecho. No prestarla a nadie. Es un tesoro, aclaró, pero no le dijo porqué.

Recordaba vagamente el embarque en Suecia, los días en el barco, fríos y largos, la inesperada vista de un puerto luminoso, bullicioso y caluroso, Rio de Janeiro, que otra vez que a su aita, el Lehendakari, dejaba de ser suyo para ser de todos. Ese conocimiento inicial de que lo compartía, nunca la abandonó, pero no la hizo infeliz. Sentía orgullo de que un hombre de su valía, recibido con honores de jefe de estado en Argentina y Uruguay, fuera el mismo que cada noche la cobijaba en la cama y le hablaba de Euskadi, a la que regresarían en el próximo Gabon.

Pero la larga noche franquista fue más larga que la esperanza de su aita y Lehendakari, y cuando murió, muchos pensaron que con él, moría el sueño de Euskadi. No fue así. Su aita representaba el sueño de la Humanidad vasca, la presente, la pasada y la futura, y eso no podía ser enterrado bajo una lápida en Donibane Lehitzun.

Quizá fue hablando con Aintzane de esas cosas, cuando me nació el impulso de escribir mi libro Contraviaje (Ekin, 2015) en el que relataba la experiencia del Lehendakari desde Dunquerke hasta Berlín, camuflado bajo la personalidad del hacendado panameño Dr. Álvarez, apoyado en su desfiguramiento por el cónsul de Panamá, Guardia Jaén, los cónsules de Venezuela, Rómulo Araujo y Zerrega Zambona, quienes le dieron la nacionalidad venezolana a su madre, a su hermano y a ella, al ministro de Santo Domingo, Despradel, el de Argentina, Olivares, el de Chile y México? hombres que se jugaron mucho en aquella Europa dominada por Hitler y sus SS, y que sin embargo consideraron que para salvar al Lehendakari, había que llevarlo hasta Berlín, y desde allí, con los visados necesarios, sacarlo de Europa. Era un gran riesgo, pero también una certera apuesta por la Libertad.

Aintza palpaba los sobresaltos, comprendía las ausencias de familiares y amigos y de su aita, los silencios y miedos, incluso entendió que no debía hablar en euskera para no delatar ninguno vestigio vasco en su persona, expuesta a los avatares de aquella guerra monstruosa. Y escuchó cómo el cónsul de Panamá, Guardia Jaén, con aquel hablar que parecía ser una canción, advertía a su padre que nada escrito, nada que le delatara, podría ir en su persona, que se arriesgaba mucho en aquel juego de espionaje y salvación. Que recordara que el presidente Companys fue apresado a las puertas de la clínica donde estaba ingresado su hijo, que de allí a Montjuic fue un paseo, y que lo fusilaron como esperaban hacerlo con él en el alto de Begoña. O donde fuese que el país de los vascos tuviera una altura sagrada.

Pero ella sabía que cada noche su aita rebuscaba en el interior de su pampiña, sacaba unos papeles, anotaba algo y luego los volvía a meter entre los entresijos de algodón que formaban el cuerpo de la muñeca. Comprendió, pese a su poca edad, que eso era importante, como lo fue para dar testimonio de la barbarie que comenzó un 18 de julio de 1936 en Marruecos, que se consumó el 26 de abril de 1937 en Gernika, y en mayo del 1940 en Roterdam y Dunquerke. Custodiaba su muñeca contra su pecho, pero sin demasiado interés, con el cuidadoso descuido de una niña por su juguete preferido, porque sabía que nadie en Berlín debía darse cuenta cuán importante era eso para la Humanidad. Su pampiña de trapo, vieja y descolorida, era el testimonio del horror de la guerra pero también de la valentía y la corrección de los hombres y mujeres que trabajaban la paz.

-Nunca hemos sido niñas? ese fue el precio -me dijo dulcemente Ain- tzane la última vez que nos vimos-. Pero no asomaba el reproche en sus labios, ni turbaba la pena la luz clara de sus ojos buenos. Era tan solo afirmar una condición de la Expatriación que, a ella como hija de su dirigente, le toco soportar en primera fila. Goian bego.