EL juramento de la Constitución por la máxima autoridad del Estado es un acto que los textos constitucionales prevén como una formalidad por medio de la cual quien accede a la jefatura del Estado se compromete a respetar y cumplir la norma suprema de la que emana el propio cargo institucional que va a ejercer. Históricamente, en la época preconstitucional, el acto del juramento real tenía un significado que no cabe ignorar ya que mediante él el Rey se comprometía a respetar los usos, costumbres y los fueros de los territorios de su Reino, adquiriendo así la legitimación para reinar. En la época constitucional, el juramento era el compromiso solemne del Rey de acatar y cumplir la Constitución como norma suprema del Estado. En la actualidad no todos los textos constitucionales contienen una alusión expresa al acto de la jura del Jefe del Estado pero, en cualquier caso, suele ser un acto habitual mediante el que quien ostenta esta cualificada posición institucional expresa públicamente el compromiso de acatamiento del ordenamiento constitucional.

Tras el evento juradero

Lo que no suele ser tan habitual es que la Constitución prevea expresamente no ya el juramento del Jefe del Estado sino el de su sucesor o sucesora, como hace nuestro texto constitucional (artículo 61.2). Ello puede tener explicación en el hecho de que en el constitucionalismo histórico español la sucesión dinástica ha sido siempre una fuente de problemas permanentes (guerras carlistas, cambio de dinastía reinante, Saboyas, 1871) en mayor grado que en otras monarquías de nuestro entorno, lo que ha dado lugar a que la cuestión sucesoria haya sido objeto de regulación expresa en los textos constitucionales históricos con el fin de amarrar en la norma suprema del Estado las previsiones sucesorias. La actual Constitución da continuidad a esta tradición constitucional, aunque en el momento presente no haya problemas sucesorios, acogiendo en su texto el juramento del sucesor o sucesora de la Corona al cumplir la mayoría de edad.

En cualquier caso, en los sistemas constitucionales actuales se trata de un acto protocolario sin mas trascendencia institucional que el cumplimiento de un tramite en la forma prevista en las leyes o en la propia Constitución. En este sentido, no cabe atribuir al acto de la jura una relevancia política e institucional que en modo alguno tiene, ni aquí ni en ninguna parte, por mas que en estos días hayamos asistido a un despliegue de furor monárquico en algunas instancias institucionales y en algunos medios que en muchas ocasiones ha resultado más cómico que otra cosa. Mas aun teniendo en cuenta que quien realizaba el juramento no era el titular de la Corona sino quien en un futuro, que por el momento no es posible concretar en el tiempo ni en las condiciones en que pueda tener lugar, está llamada a ocupar este cargo.

Más que el acto de la jura en sí, que como se viene diciendo no tiene mas relevancia que la que quieran otorgarle sus partidarios monárquicos, lo que sí tiene interés desde la perspectiva política es la serie de reacciones y posicionamientos que se han suscitado en torno a este hecho. No debe pasar desapercibido que el evento juradero ha servido, ante todo, para reproducir polémicas recurrentes sobre cuestiones que en la mayoría de los casos poco o nada tienen que ver con el acto de la jura y que hacen referencia a otros asuntos de mayor calado político e institucional. Entre ellos, todos los que en el momento presente, marcado por el complicado proceso hacia la investidura que esta teniendo lugar, polarizan el ambiente y que van desde los temas relacionados directamente con ella hasta otros cuya relación es mas dudosa pero que, en cualquier caso, son los que últimamente están ocupando un lugar estelar en el debate político.

En este contexto, la jura de la sucesora proporciona una oportunidad que no puede ser desaprovechada para desplegar una operación de entronización (valga el término) de la institución monárquica como un elemento clave del sistema institucional, que tendrá siempre en ella un pilar en el que confiar para garantizar su continuidad. Todo ello contando con la cuidada cobertura de los medios, incluidos algunos con márchamo progresista, los apoyos de cualificados miembros de lo más selecto de la Academia y, en general, la incondicional colaboración de las instancias más señeras del establishment. Tal es el cuadro que con motivo del evento juradero se ha dibujado en nuestro escenario político e institucional, para el que incluso se ha acuñado ya la expresiva denominación de la operación Leonor.

Se trata de una operación dirigida a relegitimar una institución que siempre ha presentado un déficit crónico de legitimación democrática, en nuestro caso agravado por el pecado original de su reinstauración por el franquismo en la persona de su anterior titular –Juan Carlos I– y, así mismo, por la nada ejemplar ejecutoria de este menos ejemplar personaje a lo largo de su reinado. No es casual que no se pregunte desde hace años por la valoración de la Monarquía en las encuestas que periódicamente se realizan por los organismos dedicados a estas tareas, lo que resulta bastante indicativo de las mas que justificadas dudas que la institución monárquica suscita entre la ciudadanía. En este marco, no cabe duda que la operación Leonor (según la propia expresión acuñada estos días) puede resultar sumamente útil en la tarea de relegitimación de la monarquía, que tras la dilatada experiencia juancarlista es en el momento actual uno de los objetivos centrales de amplios e influyentes sectores del establishment.

Aunque no sea un asunto que merezca mayor atención, a pesar de la desproporcionada publicitación de que ha sido objeto en los medios, llama la atención los fastos que han acompañado al evento juradero; sobre todo, teniendo en cuenta que lo único que se celebraba era la mayoría de edad de la princesa sucesora (y con este motivo la jura de la Constitución), lo que no parece que suponga ningún cambio trascendental ni que de lugar a la apertura de una nueva época política, tal y como se ha dicho y propagado de forma un tanto exagerada. Como exagerada ha sido, así mismo, la escenificación del evento en las Cortes, levantando un escenario especial en la Presidencia del Congreso para realzar el acto de la jura y prolongando los aplausos durante cuatro minutos para atestiguar así la adhesión a la princesa y a la institución que encarna. Capítulo aparte, al que no es posible dedicar aquí la debida atención por razones de espacio, merece la catarata de elogios y loas en los medios, pasados de rosca y rozando lo cómico en muchos casos, con los que se ha coronado el evento.

Para completar el cuadro, y como no podía de ser de otra forma, no han faltado los reproches (y más que reproches en algunos casos) a los que no han asistido (con una alusión expresa al lehendakari) a los fastos de la jura, haciéndoles objeto de duras criticas por su no presencia en los actos del Congreso. A este respecto, hay que decir que si bien es bueno mantener siempre una actitud de cortesía institucional, lo que implica muchas veces la presencia en actos protocolarios sin que ello suponga una identificación con los mensajes que en ellos se transmiten, tampoco se puede exigir a todo el personal político la adhesión a los eventos propios de un sector (monárquico en este caso), sobre todo cuando van acompañados de una sobreactuación como la exhibida en este caso. Se puede asistir, por cortesía institucional, y se puede no asistir, sin que ello suponga ninguna ofensa para nadie.

Mas allá de lo que para los sectores monárquicos –los clásicos, los juancarlistas reconvertidos y los más recientemente sobrevenidos– pueda suponer la operación Leonor, no parece que la polémica a la que hemos asistido estos últimos días en torno a la jura pueda ser de mucha utilidad para el tratamiento de las principales cuestiones a afrontar en el momento actual.

Profesor