EL pasado mes de julio, la prensa española abría las páginas de “Internacional” con titulares que hacían referencia al repentino “flechazo” –en la mejor versión de Cupido–, que la Europa de los mercaderes había sentido hacia Latinoamérica. Han sido muchos los años en que América del Sur ha estado ausente de la agenda europea. Quizás, podría decirse, sin temor a error, que, como parte de una política global europea, salvo relaciones puntuales con Mercosur, Latinoamérica no ha sido tenida en cuenta por la Europa surgida del Tratado de Roma del 57, por la Europa que se creó para la paz y ha resultado ser la de la dependencia y de la servidumbre del Imperio Angloamericano.

La soga de la dependencia

Pero nunca es tarde. Quizás el repentino “flechazo” se debió a que, por un momento, la Europa de los mercaderes olvidó lo que desde 1823 se dio en llamar la Doctrina Monroe y que se sintetizó en la contundente e inequívoca expresión de “América para los americanos”, convirtiéndose en barrera psicológica disuasoria.

Para ubicar la citada doctrina, señalaré que corría la tercera década del siglo XIX cuando el presidente de los Estados Unidos de América, James Monroe, en su quinto discurso al Congreso sobre el Estado de la Unión, ante la preocupación que se había instalado en la clase política-económica estadounidense por las ansias de expansión del neocolonialismo europeo, señaló que cualquier intervención de los europeos en América sería visto como un acto de agresión que requeriría la intervención de los Estados Unidos.

Europa tomó muy en serio la advertencia de Monroe y su expansión colonial del siglo XIX se dirigió de manera especial hacia África y el continente asiático. Ni tan siquiera España que, desde 1492 durante más de 300 años, había permanecido en suelo latinoamericano –y de cuya “activa presencia” durante ese tiempo da testimonio gráfico, por ejemplo, la obra de pintor ecuatoriano Oswaldo Guayasamín con su mural Ecuador–, mostró algún signo de rebeldía ante la prepotente afirmación de Monroe.

Pero cabría preguntarse si este sorprendente y repentino cortejo, con la celebración de esta III Cumbre UE-Comunidad de Estados Latinoamericanos y del Caribe (CELAC) tras tiempos y tiempos de indiferencia hacia América del Sur ¿tendría que ver que ver, tal vez, con el sentimiento de culpa y el deseo de reparación por la explotación, las tropelías y los espolios (no quiero ser más explícito) que los españoles y portugueses fueron artífices durante los más de tres siglos de colonización, en los que Europa también fue beneficiaria? Aquellos expoliaron con métodos no excesivamente edificantes desde el punto de vista humano, las riquezas que alimentaron las guerras europeas y determinados países de Europa colmaron las arcas de su nobleza, de sus potentados, de su emergente burguesía y de sus insaciables banqueros. La aventura colonial europea en América del Sur y el Caribe, con sus roles determinados, por silencio cómplice, por avaricia y especialmente por cinismo obsceno, constituye la historia de una impagada responsabilidad europea compartida.

Y tampoco podemos ser tan ingenuos como para pensar que, en la retórica política de los formales discursos pronunciados en la Cumbre por las diferentes personalidades, íbamos a encontrar las verdaderas intenciones, más allá de que es evidente que se trató de una reunión planteada en los más puros términos neoliberales.

“Europa y la CELAC nos encontramos en una situación que calificaría de esperanzadora, inmejorable, para aunar necesidades e intereses en diversas áreas”, según manifestó el presidente del Gobierno español en funciones, Pedro Sánchez. “América Latina y el Caribe y Europa, diría la presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, nos necesitamos mutuamente. Mucho más que nunca” para concluir con una frase de mil lecturas: “Este es el nuevo comienzo de una vieja amistad”.

¿Es, ahora, cuando Europa ha descubierto las necesidades latinoamericanas y ha llegado a la conclusión de que son coincidentes con las suyas? Solo desde la puerilidad se podría dar una respuesta afirmativa a ese interrogante dado que, esta pretendida nueva relación Europa-Latinoamérica, se enmarca en el rol de “apostolado y evangelización” que el Imperio Angloamericano le ha asignado, esta vez, a la “neo-conversa” Europa, en su indeclinable agenda de expansión y asentamiento ideológico, allí, donde salvo en el caso de Chile y en el de gobiernos puntuales, Estados Unidos no ha podido implantar, hasta ahora su credo. Es una realidad que, en Latinoamérica y el Caribe, el neoliberalismo no ha podido echar raíces. ¿Quizás porque, conociendo bien a su promotor, este, no destila demasiada confianza?

Recordemos que la Unión Europea creada por Francia, Italia Alemania y el Benelux a través del Tratado de Roma de 1957, vendió su “alma al diablo”. Los acuerdos de Bretton Woods (Estados Unidos) de 1944 y las condiciones del Plan Marshall constituyen el yugo del que esta Europa jamás podrá desvincularse. Es esta Europa de la dependencia la que no ha tenido opción para posicionarse en relación con la guerra de Ucrania; la que disciplinadamente y sin fisuras ha sufrido estoicamente las consecuencias económicas y sociales de esa guerra; la que, sin atisbo de crítica y sin levantar lo más mínimo la voz, compra a diario, cual dogma de fe, el discurso informativo elaborado por el Imperio Angloamericano.

Es la Europa que no ha puesto objeción alguna al renacimiento y aparición en su propio territorio –cual espectro infernal– de la renovada OTAN, que tras tiempos de inactividad, pudimos pensar incautamente que había pasado a mejor vida; la que ha sido incapaz de decir no a la multiplicación obscena en los presupuestos nacionales y las partidas destinadas a gastos militares injustificables desde las posiciones pacíficas más tenues en una carrera armamentística de absoluta inutilidad, si pretendemos hacer frente a los desafíos globales. Mientras tanto, la pobreza se extiende a áreas sociales que, hasta ahora la desconocían.

Ahora, la Europa de los mercaderes, en la función apostólica subrogada por el Imperio Angloamericano, en esta Cumbre titulada “Renovar la asociación birregional para fortalecer la paz y el desarrollo sostenible”, ha pretendido dar un paso más tratando de conseguir el objetivo no confesado abiertamente de la Cumbre –solo insinuado a través de la expresión “fortalecer la paz”– y agradar plenamente a su Señor.

Ese objetivo, en este momento de consolidación de bloques a nivel mundial, no era otro que el conseguir de los países latinoamericanos y del Caribe, la condena unánime de la guerra contra Ucrania para servírsela en bandeja de plata al Imperio Angloamericano. La pretensión resultó un verdadero fracaso. Algunos países de la América del Sur se negaron a apoyar la condena y, en el apartado 15 de la declaración final se optó por una fórmula retórica y tibia como: “Expresamos nuestra profunda preocupación por la guerra en curso contra Ucrania…”

Quizás ha llegado el momento de que los europeos nos preguntemos si merece o no la pena seguir manteniendo sobre nuestros cuellos la soga de la dependencia. Si otra Europa no será posible.

Quizás ante el nuevo papel que, a la Europa de los 27, le está asignando el Imperio Angloamericano en el estallido de violencia con ribetes de guerra entre Palestina e Israel se nos presenta la gran ocasión para preguntarnos: ¿Queremos seguir dejando que piensen por nosotros y nos impongan el pensamiento único?, o ¿deseamos tener nuestro propio criterio y ejercer plenamente la autonomía de la voluntad?

Este será el siguiente capítulo de una relación de dependencia ante el que se presenta la gran ocasión para decidir ser o no ser dueños de nuestro pensamiento y nuestro destino: Libertad o subyugación.

Catedrático Emérito de la Universidad del País Vasco/EHU