CORRÍA 1956 cuando la OTAN ideó una herramienta para acercar culturas y unir al Viejo Continente en el contexto de la Guerra Fría, el festival de Eurovisión, cuyo cariz político siempre ha estado presente aunque sea entre canciones a modo de acróstico literario. Si uno acude a mi perfil de la red X comprobará que describo la vida como el reparto de puntos en el certamen, que además de ser muchas veces ilógico –y en ocasiones injusto– es lo menos importante. El preludio del Te Deum de Marc-Antoine Charpentier envuelve a todos sus seguidores desde las primeras notas en una especie de comunidad donde prima un lema anglosajón: Plunge boldly into the thick of life. Es decir, una especie de lánzate a la vida y disfruta sin complejos. Que para amargados ya estarán quienes salen de sus madrigueras estos días para poner el grito en el cielo, esta vez por la incomprensible presencia de ese país del que usted me habla, que bombardea Gaza, mientras Rusia sigue expulsado de la órbita UER. Les ahorraré tiempo buscando: esta edición se toparán con una escenografía irlandesa gore diseñada por un español; al protagonista de la serie It’s a Sin, el inglés Olly Alexander, protagonizando la actuación intencionadamente más gay en la historia del evento; a una banda madrileña representando a San Marino; a muchos fans zorreando mientras canta Nebulossa... Y quién sabe si un rosco en el marcador. Y si no les gusta, hagan compañía al hijo de Manu Tenorio.