EL género humano –lo de humano en este caso es un decir– no deja de sorprenderme. Ha habido una tipa que ha llevado a un hombre fallecido en silla de ruedas a un banco de Río de Janeiro para intentar, sujetándole la cabeza y moviendo su mano, como si fuera un muñeco de ventrílocuo, que firmara un préstamo de 3.000 euros. La susodicha explicó, al ser descubierta, que era su tío y que estaba vivo cuando llegaron a la sucursal. Solo le faltó alegar que había expirado al leer la letra pequeña. El caso es que no se cumplió el deseo post mortem por excelencia de que el finado descansara en paz y, a poder ser, esto ya es de mi cosecha, en horizontal. Por si las moscas yo ya digo desde aquí, y a ustedes les pongo por testigos, no iba a ser una menos que Escarlata O’Hara, que si me voy para el otro barrio y mi jefa suprema no me encarga un reportaje sobre el más allá, tienen varias opciones: a) Aprovechar mi casquería lo mismo para trasplantes de órganos que para un caldo si se han estrellado con un avión en Los Andes y no tienen pinta de rescatarles b) Utilizar mi piel para encuadernar un libro, como el que retiraron de la Universidad de Harvard, o mejor dicho, ahora que me he fijado en mis muslos, una enciclopedia c) Donar mi cuerpo a la ciencia ficción d) Usarme como compost e) Incinerarme o lo que se lleve entonces, pero bajo ningún concepto hacerme firmar un crédito que fijo que seguiré pagando la hipoteca.

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