EN su último informe, la OMS constató que casi el 40% de la infancia de nuestro entorno no consume una pieza de fruta diaria, una proporción que sonaría a ridícula si no fuese preocupante. Es el signo de los tiempos: la alimentación rápida y plastificada que nos aleja del producto fresco. Si a ello se le suma que la fruta produce benéficos efectos en nuestro organismo y ejerce de dique de contención contra los males, alejar a los niños de ese universo es impedirles jugar en el árbol de la vida.

En según qué sectores el negocio está en uniformizar el gusto y eso es un daño cultural gravísimo porque la boca es una puerta del alma, o sea: comer es mucho más que comer. Hay algo de sagrado en ese asunto: el comer es un acto de amor compartido, hay una misa de la mesa. Y hay, en las antípodas, todo un sacrilegio. Hemos perdido el concepto de temporada y el gusto por los sabores, lo que supone toda una desdicha por mucho que ganemos unos minutos en el ejercicio del comer (que no de alimentarse, por lo que se ve...) y ahorremos unos céntimos en la bolsa de la compra.

Se acerca la celebración del Día del Frutero y la idea que la envuelve es importante y hermosa. La Asociación de Cooperativas Hortofrutícolas de Val Venosta ha decidido impartir clases en la frutería para los más pequeños, familiarizándoles con piezas de fruta que en no pocas ocasiones no ven en casa. Porque esa es otra. Debieran darse clases para adultos, que rara vez predican con el ejemplo. La infancia actúa por actos reflejos: si no ven comer fruta a los progenitores en casa, ¿van a pedir ellos una pera o una manzana como desayuno, de postre o en la merienda, donde el bocadillo y los dulces son sacrosantos? Las clases están espolvoreadas por todo el Estado y aquí la escogida ha sido Frutería Manuela, de Uribarri. Debieran imitarles en todas para que los más jóvenes aprendan que las fresas no solo están caras. Están buenas.