LAS polémicas con la rojigualda me llevan a aquellos años sin banderas en edificios públicos vascos. Hasta que algunos consideraron que era un delito patriótico por omisión e impusieron el ondeo vía acción judicial. También recuerdo una comparecencia navideña en el paleolítico en la que el recientemente defenestrado Nicolás Redondo criticó la “orgia nacionalista” de San Mamés durante el partido de la selección de Euskadi. Todo, claro, ligado a la ikurriña, que al parecer es más nacionalista que la bandera española y también más promiscua por aquello de la bacanal. Hubo hace unos días un amago de polémica: los jugadores del Athletic posaron con sus cromos de la liga sin bandera, mientras que otros lo hicieron con una banderita del país por el que son seleccionables en una esquina. El contexto pone en evidencia lo grotesco de la situación. La reciente convocatoria de la selección española femenina de fútbol ha sido controvertida por la negativa de las jugadoras a responder a la llamada. Les dijeron que no tenían más remedio que acudir a filas. Temimos penas de cárcel por traición, que, ojo, en época de guerra se castiga con el fusilamiento. Un contraste brutal con Carlos Alcaraz, al que, cuando juega, le ponen también una banderita española en el marcador. El tenista murciano, que iba a ganar 25 grand slams seguidos tras su victoria en Winbledom, anunció que no iba a la Copa Davis un minuto después de su derrota en Nueva York. No tenía la cabeza para banderas. l