EL Mundial no ha servido solo para blanquear, previo cobro de un pastizal, esa apisonadora para los Derechos Humanos que es la dictadura catarí. En el mismo lote ha venido, conjunta e inseparablemente, el abrillantado hasta la náusea del ser humano manifiestamente mejorable que atiende por Lionel Messi. Sí, no seré yo quien lo niegue: el individuo es la releche en verso manejando un balón, en tonta disputa histórica con su compatriota Maradona, otro inmenso tipejo que le daba de cine a la pelota y al que, por eso mismo, se le perdonaron sus mil y un comportamientos intolerables. Pero, más allá de sus extraordinarias habilidades en el césped, a nadie se le debe escapar que estamos ante un defraudador confeso y sentenciado que no fue a la cárcel solo porque la Hacienda española le cambalacheó la pena por unas decenas de miles de euros. Lo que ingresa en menos de un día; a ver a qué ciudadano corriente y moliente le dan una facilidad similar para librarse del trullo.

Se añade a su pufo fiscal, y para mí en una escala similar de gravedad, su egolatría estratosférica, el humillante trato a los compañeros de equipo que le son antipáticos, sus maneras dictadorzuelas en el vestuario y en los despachos, su mal perder y, como se vio el otro día tras el partido frente a Croacia, su peor ganar, menospreciando groseramente a los rivales. Como escribí ayer mismo, el fútbol es un gran desenmascarador de hipócritas. Qué bárbara vergüenza ajena (aunque no sorpresa) ha sido para mí ver a los más progres, castos y puros del lugar babeando y poniéndose a los pies de quien encarna como nadie los valores que tanto dicen odiar.