DESPUÉS de rozarlos en los cuatro últimos meses, en este junio que termina hoy, lo hemos conseguido. Inflación de dos dígitos. 10, 2% para ser exactos. Y como esto es acumulativo, no hay palabras para definir el rejonazo en el bolsillo que llevamos sufriendo desde principios de año. Porque, aunque sea desgañitarse en vano, hay que decir que esto viene desde antes de la invasión rusa de Ucrania. Luego, sí, tras la entrada del primer tanque, todo se desbocó, que es el verbo que nos gusta utilizar a los plumíferos en estos casos. Se juntaron el hambre, las ganas de comer y la gula de un puñado de jetas que vieron su oportunidad de pescar en río revuelto. O sea, de forrarse.

No hay que ser Nobel de Economía para comprender que, si bien la agresión putinesca de un país que nos suministra multitud de productos básicos le dará un gran meneo a los precios, en buena parte de los casos, las subidas son consecuencia de la especulación más pura y dura. Y aunque quizá algún que otro tendero de la esquina se haya abonado a la picaresca, están siendo las grandes plataformas de distribución las que se llevan la palma. Si tienen por ahí un ticket de la compra de enero, compárenlo con otro de anteayer, verán qué cabreo impotente les entra. Para perfeccionar la tormenta, buena parte de las medidas de choque del gobierno español incentivan la inflación que es un primor. La subvención de 20 céntimos por litro de combustible, los pomposos cheques de 300 euros o las rebajas de impuestos del recibo de la luz acaban subiendo los precios en la misma cuantía que la supuesta rebaja. Siento haberles amargado (más) el día.