Existen palabras con las más diversas acepciones y que dependiendo de cómo se digan, pasan de ser un halago a un insulto: El bebé al que sus familiares embelesados al verlo dicen que qué mono es; ese bebé pero con ropita y patucos se convierte en una monada, en una monería a quien comerían a besos y arrumacos. El ya niño demuestra una agilidad y rapidez dignas de Tarzán y quienes lo observan exclaman admirados y con sana envidia que se asemeja a un mono. Sus cabriolas e imitaciones en el patio del recreo llevan a sus compañeros y profesores a llamarle cariñosamente, mono. Los años transcurren y durante su primer viaje sufre el primer mono por encontrarse lejos de casa. Es hora ya de trabajar y nuestro protagonista debe vestirse con un mono para desempeñar su oficio. Elige como destino vacacional Colombia, donde a los rubios les llaman coloquialmente monos; en una fiesta bebe en demasía y pilla un mono al recordar que discutió con su novia, está de monos con ella, ya que piensa que para ella es el último mono. Desde hace tiempo, un famoso futbolista sufre en sus carnes que la masa le chille “mono” de forma peyorativa, con desprecio y repulsión, comparándolo con el animal perteneciente al suborden de los simios, al primate antropoide y todo ello aderezado con asco y odio. Saltan frenéticos, poseídos por una furia salvaje llevándose las manos a las axilas y emitiendo sonidos guturales, chillando. ¿Quién es el mono? Gente de mala ralea y peor estofa que ni tan siquiera se merecen ser tratados al amparo de la Ley de Bienestar Animal. No quiero ni imaginarme que sean padres. Pobres hijos.