La semana pasada coincidieron dos hechos que, aunque informativamente pasaron cada uno por su propio canal sin ser conectados, socialmente no lo están. En absoluto. El Reino Unido ha dado luz verde a la deportación de migrantes a Ruanda, que acogerá a sus nuevos habitantes gracias a un desembolso millonario. En principio, la promesa es que partirán hacia el país africano aquellas personas que se encuentran en situación irregular. Qué eufemismo. Y qué bochorno, añado, porque no se trata más que de una operación de expulsión de quien molesta, de quien es percibido como un daño para la sociedad pudiente. Paralelamente, Amnistía Internacional advertía con dureza en su informe anual de la amenaza que supone para los derechos humanos la falta de control del avance de la inteligencia artificial porque puede “acrecentar las desigualdades raciales, aumentar la vigilancia y amplificar el discurso de odio en internet”. ç

Me pregunto qué pensará de estas conclusiones un gobierno que se deshace de parte de su población a golpe de talonario. Concluyo que lo leerá (si lo lee) en diagonal, como se dice hoy en día, es decir, sin profundidad. Y me aventuro a suponer que, además, no se verá reflejado como un país vulnerador de derechos humanos, sino todo lo contrario. El paso dado por el Parlamento británico para proceder a deportar al que sobra no es sino el inicio de una peligrosa estrategia de comercialización del bienestar. No es muy diferente a lo que se ha aprobado en el seno de la Unión Europea, que permitirá a los países miembros que no quieran recibir a migrantes el pago de 20.000 euros por cada uno de ellos. Francia también ha endurecido sus condiciones, Alemania facilita la deportación de quienes no reciban asilo político. Etc., etc. Los muros mal construidos se agrietan por su inconsistencia. Es cuestión de tiempo. l