EL sábado asistí a la entrega de premios de la decimoquinta edición del FesTVal de Vitoria-Gasteiz. Una ceremonia en la que los premiados fueron pasando por el escenario a recoger sus galardones y que se alargó más de lo estrictamente necesario. Lo hizo porque prácticamente todos los premiados dedicaron su minuto de gloria a reivindicar alguna causa, sacar a relucir alguna bandera o recordar a algún colectivo. Y cuanto más desfavorecido el colectivo, más aplausos para el premiado. Con lo sencillo que es limitarse a agradecer el premio y acordarse de familia, amigos o, en un arrebato de corporativismo, compañeros de reparto. Y, que quede claro, no tengo nada en contra de dedicar unas palabras de cariño a quien sufre o mostrar afecto a quien atraviesa una mala racha, pero hay discursos que resultarían más creíbles si se produjeran de manera natural y no como consecuencia de una competición por ver a quién le afectan más las injusticias que asolan el planeta. Y es que parece que en los tiempos que corren, si no tienes causa que reivindicar, no eres lo suficientemente buena persona.

Y esto ocurre con los actores o actrices cuando recogen los premios, pero también con los directores y guionistas de las películas que estos protagonizan. Porque hoy en día es prácticamente imposible encontrar una producción audiovisual en la que no se cuele, a veces de manera algo forzada, un mensaje político o, como se dice ahora, social. Y, a menudo, el precio a pagar por ello es que el entretenimiento deja de ser entretenido. Pero esto resume muy bien el clima en el que vivimos, donde todo lo que hacemos tiene que ser trascendente y en el que la banalidad es casi un sacrilegio. Una sociedad en la que, al menos de boquilla, el disfrute, sobre todo si es ajeno, está mal visto. Alguno pensará que es que ahora somos mejores personas. Ojalá, yo, de momento, lo único que veo es que nos hemos vuelto más intensitos.